Julen Guerrero, la historia triste de un hombre feliz
La historia de un hombre feliz puede ser una historia triste. Cuando un relato trasciende al individuo que lo protagoniza, ya no es sólo una historia, sino varias. Por una parte la historia de sí mismo para el hombre feliz. Por otra la historia de lo que representa ese hombre más allá de él. Con Julen Guerrero pasa algo así.
Hay personas que ven brotar, crecer y florecer el sueño más enraizado en lo profundo de su identidad, y a cuya sombra pueden recostarse el resto de sus días. La sensación, todo el mundo puede imaginarlo, ha de ser inconmensurable, dominadora de todo el tiempo de la vida. ¿Cuántos niños no habrán soñado con ser jugadores profesionales de fútbol, con vestir la camiseta del equipo de sus amores, convertirse en ídolos de su pueblo? ¿Cuántos adultos no siguen fantaseando con ese sueño imposible? Julen Guerrero, vizcaíno, del Athletic Club de Bilbao, consiguió eso. Su historia es conocida, la del mayor fenómeno mediático del fútbol moderno español. Vestido con la camiseta del Athletic desde la cuna, integrado en la cantera de Lezama desde los 8 años y leyenda de fenomenal promesa categoría a categoría hasta su debut en Primera División la temporada 92-93, con solo 18 años y una carita de no haber roto un plato que pobló las portadas deportivas y todas las carpetas adolescentes en los años sucesivos.
Julen debutó con el Athletic, hizo goles, se convirtió en ídolo, el viejo San Mamés coreaba su nombre, Bilbao se movilizaba entusiasmado con el chaval. Con él, el fenómeno de jugador buque insignia de un equipo se expresó de manera rutilante y nunca vista en España. No se iba a ver al Athletic, sino a Guerrero. Y sin embargo, cuando Julen se retiró —un año antes de cumplir su contrato—, después de catorce temporadas en el primer equipo, con más de 100 goles en su haber, 41 veces internacional, una década como capitán del Athletic, el reconocimiento generalizado de su talento y el amor de, al menos, una ciudad entera; en definitiva, de haber visto no solo florecer sino convertirse en bosque edénico su sueño… llora, y no exactamente de felicidad, aunque sea feliz —porque no puede no ser feliz logrando lo que ha logrado, disfrutando el sueño que miles, millones, soñaron y jamás realizarían—. Llora y entumece las gargantas de quienes observan la rueda de prensa de su despedida por televisión. Nunca antes se había visto a un jugador de fútbol llorar de aquella manera, tan sentida, tan sincera. Tal vez porque su llanto estaba encerrando no sólo un sentimiento personal, sino el de millones de aficionados, muchos más que los del Athletic. Porque su llanto no era por él, por su felicidad contradictoria, sino por el fútbol. Y en ese momento las diferentes historias del hombre feliz se conjugaron en un mismo relato. Julen no lloraba por el final de una etapa personal, sino por el final de una época del fútbol. Se había acabado para siempre un juego competitivo pero romántico en el que era posible observar el sueño de un niño. Y se abría un tiempo en el que el negocio iba a condicionarlo dictatorialmente, convirtiéndolo en un circo totalitario y bien atado, a falta de pan para tantos y tantos. Y a él, incluso con el respaldo del pueblo, lo habían sacrificado los dueños de la carpa en tributo a los principios del nuevo tiempo.
Recuerdo la primera vez que vi jugar a Julen Guerrero, un partido televisado de la pretemporada del 92. No recuerdo qué trofeo veraniego era ni el rival al que se enfrentaba. Pero recuerdo que mi padre, mi hermano y yo —aficionados del Athletic en Madrid, que hay que serlo para entender lo que supone; tema que da sin duda para otro artículo, o casi una epopeya— no dejamos de repetir con asombro y admiración: ¡pero… quién es este chaval? Estaba en todas partes del terreno de juego, con una voracidad rugiente por recuperar el balón cuando no lo tenía, y con una insólita elegancia cuando lo recibía, reflexivo pero sintético, y siempre ofensivo, avanzando hacia la portería contraria como si quisiera saltar en el tiempo, llegar tan pronto como fuera posible al objetivo impostergable: por supuesto, el gol. Recuerdo también que al final del encuentro falló un penalti. Lo sabíamos. Así es la vida, como el fútbol, que diga al revés.
Al banquillo del Athletic acababa de llegar Jupp Heynckes, un alemán de renombre y gusto por la pelota que iba a poner fin a la década depresiva que el equipo arrastraba desde las dos Ligas y la Copa con Clemente. ¿Tuvo Julen la fortuna de encontrarse con Heynckes o Heynckes con Julen? Fue un golpe de suerte recíproco. El entrenador necesitaba una figura revulsiva y el joven mediapunta un técnico que le diera confianza absoluta. Y eso ocurrió. La segunda temporada de Julen y Heynckes el Athletic se clasificó para la UEFA y Guerrero metió 18 goles en Liga, quinto máximo goleador, un gol y un puesto por encima del “Cuco” Ziganda. Entre los goles de aquella temporada, algunos inolvidables, como el que le hizo al Racing, con un eslalon de regates desde el centro del campo, una mezcla vizcaína de Laudrup y Messi; o el histórico al Barça en el Camp Nou, el tercero del Athletic para ganar 2-3, sentando a Zubi con uno de esos regates sin tocar el balón, un gesto sutil al alcance de unos pocos, que dribla al adversario en un lance imaginado, provocando una reacción vana, convenciéndole de que va a ocurrir algo que nunca ocurrirá. Cuando Zubi se dio cuenta de que Julen se le escapaba por un futuro inesperado ya era tarde, el joven portugalujo lo había dejado en el pasado y empujaba el balón al fondo de la majestuaosa portería culé.
Guerrero era un mediapunta, significando esto mucho más que una posición táctica. Porque su puesto, como el del líbero, estaba en peligro de extinción, producto de una época inciertamente pasada. Un mediapunta con mucho gol, de un instinto para ocupar la posición correcta en el campo que le hacía parecer poseedor de dotes adivinatorias, como si supiera dónde iba a acabar el balón y no iba a estar el contrario. Técnicamente era exquisito en su natural simplicidad. Le pegaba igual con las dos piernas, tenía un regate fácil, muy parecido al “de cuerda” que popularizó por entonces Michael Laudrup; y una conducción del balón majestuosa, erguido, quietamente analítico, y galopante una vez visto el espacio. Y un disparo de falta exquisito y letal, sólo temido como el de un Pantic, un Koeman o el de Beckham, de los que no precisan más de un par de oportunidades al encuentro para hacer volar ciegamente a un portero. Con esas condiciones deportivas y el fenómeno social —sin igual hasta el momento— que despertó en toda España —legiones de groupies persiguiéndole—, se convirtió en el luminoso objeto de deseo de los más grandes clubs de Europa. Ofertas del Real Madrid, del Barça, del Milan. El mismísimo Valdano viajando a Bilbao para seducirle. Dinero, títulos, etc. Ya se sabe. Pero entonces ocurrió lo inesperado, se manifestó el fútbol de la época que moría, se manifestó el niño soñando. Julen Guerrero dijo no a los fastos y oropeles. Se quedaba en el Athletic, esa era su ilusión desde pequeño. Y firmó un contrato por doce temporadas. ¿Se imaginan hoy día a un jugador rubricando un contrato de este tipo? Julen quedaba ligado al Athletic hasta el año 2007, cuando ya tendría 33 años y se cerrase el arco de su carrera.
Las siguientes temporadas hasta el final del siglo continuarían por la senda del éxito, para culminar el mismo año del centenario del club con un segundo puesto en Liga y la clasificación para la Champions. En aquellos años se produjo el relevo en la capitanía, cuando Stephanovich —tal vez el hombre con más facilidad para tomar siempre la decisión equivocada de los que hayan pasado por el banquillo rojiblanco— le puso a Julen el brazalete y regó, quizás, un rugoso árbol de discordante y futura sombra. Son los años de Luís Fernández, el vendaval tarifeño que llevó al equipo al subcampeonato, pero que colocó, inexplicablemente, a Julen por primera vez en el banquillo, en la temporada 99-00. Final de siglo, final de época. Y una pregunta recurrente en lo sucesivo, que pululará retóricamente las gradas de San Mamés: ¿qué le pasa a Julen? Una pregunta sin respuesta que reverberaba con mayor potencia año tras año, cuando un entrenador u otro, le van relegando al banquillo e incluso a la grada. Nadie entendía nada, porque Julen, cuando salía, demostraba conservar ese algo especial, del que el equipo no estaba precisamente sobrado. ¿Qué ocurría? Podría ser que no entrenase bien, que no encontrara la forma física, pero no parecía eso. Surgieron así diversas teorías que explicaban una situación extraña, las causas del hundimiento del buque insignia. Las malas relaciones con parte del vestuario, la cobardía de unos técnicos defensivos y resultadistas, o la presión de unas directivas que por intereses mezquinos —es decir, económicos— decidieron deshacerse de la mayor estrella de Lezama desde los tiempos de Iribar. Yo, como todo hincha, tengo la mía, que es un poco de todo lo dicho, pero que resumo, a fin de cuentas, como una sola causa general: el triunfo absoluto del fútbol negocio, que exacerba la especulación, los resultados y las cuentas de resultados, y denigra la nobleza y todo lo de emocional y popular que tiene lo que es, después de todo, un juego. Recuerdo que terminé de convencerme de ello una mañana lluviosa del 2006. Estaba de vacaciones en Bilbao y me acerqué a Lezama a ver el entrenamiento, con Clemente al frente. Durante el partidillo final, unas decenas de silenciosos aficionados bajo paraguas nos miramos con cierta tristeza, dándonos cuenta de que Julen seguía en forma, que sus botas tenían fútbol para seguir siendo el líder indiscutible del Athletic, y que, si Hamlet pasara por allí, diría sin dudar que algo olía a podrido por esos pastos.
En esa situación la historia de Julen, el chico del sueño cumplido, el hombre feliz, se convirtió en otra historia más grande. Guerrero salía los minutos de la basura, convertidos, paradójicamente por su irrupción, en los de la dignidad y la esperanza. No importaba el resultado, sino que él lo hiciera bien, tan solo por molestar a los dueños del negocio. Había mucho de irredento en el festejo de sus goles aquellos años del nuevo siglo. Una alegría rabiosa cada vez que hacía lo que no le dejaban hacer, fabricar goles. Una alegría que rompió como un trueno justiciero una noche de enero de 2005. Los del Athletic no necesitan más para situarse, pero sigamos. Sábado noche, partido de liga contra el Osasuna. San Mamés. Al descanso el Athletic pierde 0-3. En la segunda parte se produce la remontada. Minuto 81, 2-3 en el marcador, sale Guerrero. En el 83 empata el Athletic, gol de Tiko. Bufandas al viento en las gradas y un deseo íntimo en cada aficionado de los leones, en el campo y al otro lado del televisor, un deseo que se cumple en el minuto 89: ¡gol de Julen! Se desata una locura que solo la varita de Bielsa convocaría unos años después. No hay palabras, o quizás sí, pero son tan grandes que casi avergüenza utilizarlas para hablar de fútbol, incluso cuando significa algo más. Dejémoslo en justicia poética.
Guerrero emergió entre dos épocas, como un vestigio de pasado arcádico. Apareció en los estertores de un fútbol romántico, condenado a desaparecer por otro llevado al paroxismo comercial. Una rara avis en un tiempo de interregno. Aún existen, por supuesto, algunos sujetos y sucesos aislados que proclaman los valores de un fútbol más noble. Hubiera sido magnífico que Bielsa hubiese llegado unos años antes a San Mames, antes de que Julen dijera llorando que era el momento de poner fin a su carrera, con solo 32 años. Tal vez “el loco” hubiera sido el único con valor y sensibilidad suficiente para darle al número 8 del Athletic el final que merecía, y así, de paso, una oportunidad de salvación a un juego tan bello, y tan denigrado. Habrá que seguir confiando en resistentes de su tipo.
A Julen le apodaron “la perla”, y pocas veces un sobrenombre futbolístico fue tan acertado. Elegante e insólito en su individualidad. Deseado y envidiado. Brillante, opaco, bello.