Historia Bravuconadas de los españoles: respuestas más fanfarronas de los Tercios de Flandes.

  1. #1
    Último Navegante
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    Bravuconadas de los españoles: respuestas más fanfarronas de los Tercios de Flandes.

    El soldado, viajero y escritor Pierre de Bourdeille escribió diversos libros sobre su tiempo y sobre la potencia hegemónica de entonces.



    Este aventurero francés admiraba por muchas razones el carácter español y dedicó un texto a lo que él llamó las «Rodomontades Espaignolles», que se ha traducido de forma poco precisa como «Bravuconadas de los españoles». No obstante, en su momento «rodomontade» no tenía el significado negativo que le vincula hoy a fanfarronería, sino que se entendía a cuando la altanería de palabra y acción se acompañaba de ingenio y agudeza. De ahí que al inicio de su texto Bourdeille proclame que «las fanfarronadas españolas superan a las de cualquier otra nación, tanto que la nación española es brava, bravucona y valerosa, y de genio vivo y hábil para improvisar frases con ingenio».



    Un ejemplo de estas contestaciones bravuconas, recogida por Bourdeille, es la que él mismo escuchó durante el socorro de Malta, cuando Felipe II envió en 1565 una flota al rescate de la isla cristiana, defendida por la Orden de San Juan ante las acometidas del Imperio otomano.



    Al preguntar a un soldado español especialmente discreto sobre cuántos efectivos había mandado el monarca español para romper el asedio, contestó: «Señor, yo lo diré: hay tres mil italianos, tres mil tudescos (alemanes) y seis mil soldados». Dada la superioridad de la infantería española en aquellos siglos, el fanfarrón español no consideraba a los italianos y a los alemanes soldados; solo a los seis mil españoles.

    En «Bravuconadas de los españoles» se cita otra conversación de Bourdeille con un bravo soldado gascón, aunque españolizado, que mantuvo en la corte de Madrid. Como iba sin espada, el francés interrogó al soldado por la razón de pasearse de esa guisa por las peligrosas calles madrileñas: «Porque mi espada está tan carnicera que a cada paso daría prisa a sacarla fuera; y, sacada una vez, no haría otra cosa que carne y sangre». Y es que la escuela de esgrima española, «la Verdadera Destreza» (un método global de lucha con espadas con un fuerte componente matemático, filosófico y geométrico), hacía de los castellanos los más habilidosos esgrimistas de Europa. Se les temía, sin duda.



    Más ejemplos de «rodomontade». Un soldado de las Islas Canarias estaba pálido y tembloroso antes de un asalto, a lo que un capitán castellano le reprochó su miedo. Con confianza, replicó el canario: «Treman las carnes porque como humanas y sensibles, en mi bravo, valiente y determinado corazón las lleva y las trae al postrero paso, donde mas no han de volver». Una respuesta ingeniosa y poética, para justificar que ante una amenaza mortal tiemble hasta el alma.

    El miedo es un sentimiento natural, aún cuando el ingenio pueda adornarlo. Tras recorrer las ardientes y estériles arenas de Túnez, camino a tomar La Goleta, durante la ofensiva de Carlos V en 1535, un joven soldado español exclamó, asustado al ver aparecer a miles de enemigos: «¡Jesús! ¿Y con tantos Moros hemos de pelear?». Al momento le reprendió un veterano que marchaba a su lado: «Calla, bisoño; a más gente y moros, más ganancia y gloria».



    Las bravatas de esta clase resultan un elemento habitual en los ejércitos de todos los tiempos y una forma de desviar tensión durante situaciones extremas. La diferencia respecto a otros países, al menos según Bourdeille, es que ninguna otra nación de su tiempo se manejaba también en ese tipo de frases ingeniosas, lo que no resulta sorprendente si se tiene en cuenta que la literatura castellana vivía su particular Siglo de Oro y algunos poetas, como Garcilaso de la Vega, Lope de Vega o Calderón de la Barca, pertenecieron a esa misma milicia.



    Otro soldado español para jactarse de su fuerza aseguró, como si fuera Bud Spencer en una de sus terribles películas cómicas, que «en tomando a un hombre, dándole un puntapié, lo enviaré dos o tres leguas hacia arriba; y antes que vuelva, quiero que pase un año». Y si bien la exageración constituye buena parte de la esencia de estas «bravuconadas», lo que más admiración causó a Bourdeille cuando realizó su estudio es que las palabras estaban casi siempre respaldas por hechos grandiosos y personajes fuera de lo común.


    Próspero Colonna, comandante italiano al servicio del Imperio español, fue informado de que entre sus tropas había un español llamado Lobo capaz de ganar a cualquiera en velocidad incluso cargando él con un carnero a la espalda. El italiano se propuso probar si era cierta la bravuconería, a lo que le encomendó que capturara a un soldado francés del campamento enemigo y lo trajera rápido cargando con él. Y como si fuera un carnero, lo cargó a hombros y lo llevó a su presencia para que le interrogaran los oficiales de Colonna. El comandante rió al ver la estampa y recompensó a Lobo por su hazaña.

    Las «rodomontades» eran cosa de los soldados, pero también de cualquier español con lengua afilada. Cuenta el cronista francés que un franciscano visitó la corte portuguesa cuando se celebraba con gran algazara el aniversario de la batalla de Aljubarrota, una desastrosa derrota castellana acontecida a finales de la Edad Media.



    El Rey portugués preguntó al español si en Castilla se celebraban también fiestas tales por semejantes vencimientos. «No se hacen, porque son tantas las victorias nuestras, que cada día sería fiesta, y morirían los oficiales [artesanos] de hambre».

    Y sobre respuestas demoledoras, en cierta ocasión un soldado español retó a duelo a un noble italiano. No siendo de su mismo linaje, el italiano envió al envite a su mayordomo. «Yo lo otorgo porque, por muy ruin que sea, será mejor que vos», contestó el español con mala leche. Caso parecido, pero a la inversa, al de un noble castellano que queriendose batir con un soldado de un linaje muy bajo, lo que estaba explícitamente prohibido en Castilla, aseguró que estaba dispuesto a rebajarse la sangre: «Decidle que me hago de tan ruin linaje como el suyo, y que se salga a matar conmigo a tal parte».

    La picaresca también estaba muy presente en estas bravatas recogidas por Pierre de Bourdeille. Un joven pícaro con bigote y una barba espesa respondió a los que preguntaban cómo tenía, siendo un adolescente, tanto mustacho: «Estos bigotes fueron hechos al humo del cañón, por eso crecen tan grandes y tan presto».

    Otro soldado, al estilo del ciego del «Lazarillo de Tormes», iba golpeando y reprendiendo a su paje: «¿Dí, bellaco, cuantas veces te he mandado que no andes a cada paso publicando mi valor; porque, oyéndolo las mujeres no se pierden por mí, de suerte que más me cuesta mostrarlas la magnificencia de mi ánimo, que no en tomar ciudades y matar enemigos?».


    A los soldados españoles, cuenta Bourdeille, ningún enemigo les parecía demasiado feroz o numeroso. Un soldado bisoño que charlaba con sus compañeros durante una de las operaciones de Don Juan de Austria, héroe de Lepanto, en la rebelde Flandes preguntó sobre las tropas enemigas: «¿Cuántos son?». A lo que un compañero le replicó: «Vayate al diablo, con tu cuestión y cuenta; di más bien: Vayamos a ellos, quantos que sean».

    Eran, no obstante, tropas que no se dejaban toser por nadie, ni por reyes ni por papas. Revisaba un día Carlos I de España su campamento en la guerra de Hungría, acompañado de su hermano y futuro heredero, Fernando, cuando escuchó a un soldado decir bien alto: «Sacra Magestad, os doy mis pagas, y haga trasquilar el hermano tuyo don Fernando».



    Una referencia al peinado pasado de moda del hermanísimo, que seguía la moda de su abuelo fallecido Fernando «El Católico» de largos cabellos separados sobre la frente como una ventana gótica. Carlos se limitó a reír por la osadía del soldado y desistió de castigarlo. Según Bourdeille, el Emperador «quería tiernamente a sus soldados españoles, como a sus hijos» por lo que les consentía aquellos desmanes siempre y cuando no fueran a más. En cierta ocasión un soldado le gritó cuando pasaba revista: «Váyase al diablo, bocina fea, que tan tarde es venido que todo el día somos muertos de hambre y de frío». También a él le perdonó, aunque la prominencia de su mandíbula le acomplejaba desde niño.

    En este sentido, estando Francisco I de Francia prisionero en Madrid, el Monarca intentó sobornar a Hernando de Alarcón, capitán de la guardia que le vigilaba; y él contestó: «No quiera Dios que estas mis canas, nacidas al servicio de mi Rey, las manche yo por todo el oro del mundo».



    Los representantes de Dios tampoco se libraban de las afiladas palabras de estos soldados, una infantería de élite en Europa. En una ocasión llevaban a ahorcar a un español cuando un franciscano le recordó que debía rezar para salvar su alma y así evitar morir de fuego. El fanfarrón contestó con arrogancia: «Váyase al diablo, señor fraile, que tan bien ha profetizado, y tan mal me ha servido su oración; porque no muero en fuego ni agua, mas en el aire, que es peor, y también yo sé y conozco el día de mi muerte».



    Un juez español condenó a un hombre a la horca, y el reo le espetó furioso que se parecía a Pilatos por cometer tal injusticia. El juez mejoró la respuesta: «A lo menos, no lavaré mis manos, para condenar un tan gran bellaco como vos».

    Y precisamente antes de ser ejecutado, narra Bourdeille, que Francisco de Carvajal, «el demonio de los Andes», un conquistador del Perú que se rebeló contra la Corona junto a Gonzalo de Pizarro, todavía tuvo tiempo de lanzar una última bravuconería.



    El hombre que dio lugar al dicho «más fiero y cruel que Carvajal» fue visitado en la víspera de su muerte por el capitán Centeno, su rival en los campos de batalla. Centeno preguntó si es que no le reconocía, pues Carvajal fingía que no le había visto en toda su vida. «¿Cómo te podía yo reconocer, que nunca te ví por la delantera, sino por la trasera?», contestó desafiante «el demonio de los Andes», dándole a entender que siempre le había rehuido los combates.

    Narra en las páginas de «Bravuconadas de los españoles» otro incidente entre españoles, uno en las gradas del castillo de Madrid, esto es, el antiguo alcázar.



    Un gentilhombre, muy grueso y graso, fue increpado por otros dos: «Mira el puerco que sube». La salida del insultado dejó planchado a los rufianes: «Sí, yo soy puerco, mas vos no me matareis y vos no me comeréis». Es decir, a uno le dijo cobarde y al otro judío converso por no poder comer cerdo.

    El propio Carlos I y V de Alemania, contagiado de la bravuconería hispana, respondió bravo en una audiencia con el Papa. Un incidente que ilustra la importancia que adquirió el castellano para el Monarca debido a la aportación militar y económica que hacía Castilla a su poder, a pesar de que cuando puso pie en la Península no hablaba apenas este idioma. Pierre de Bourdeille refiere que «estando Carlos en Roma habló delante del Papa, de los embajadores y de los cardenales bramando un tanto por arrogancia de su victoria en Túnez y La Goleta».



    Lo hizo delante de dos embajadores franceses, que reconvinieron a su Cesárea Majestad por expresarse en español y no en otro idioma más inteligible. El Emperador dio la espalda a uno de esos embajadores, el del Rey galo, y se dirigió al otro, el embajador francés ante su santidad: «Señor obispo, entiéndame si quiere; y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana». Aprender castellano se convirtió en una asignatura troncal en muchas cortes europeas. Y los hispanismos florecieron en francés, como en nuestros días lo hacen los anglicismos.

    Para los soldados de los Tercios españoles, vivir con deshonra era mucho más caro que morir con valor. En cierta ocasión el marqués de Pescara respondió a los que le pedían que no siguiera corriendo más peligro en batalla que: «De buen grado obedecería, o siquiera muy fiel este consejo saludable si me persuadierais cosa tan honrosa quanto segura; antes quiero yo que me lloren mis amigos muerto con honra, que yo llorar afrentosamente con vida infame en mi casa tantas muertes de tan grandes capitanes».



    No es de extrañar que ese día, en la desastrosa batalla de Rávena, acabara prisionero de los franceses.



    Recobró su libertad a cambio de un rescate y la promesa de no combatir nunca más contra Francia. Claro está que no estaba por la labor de cumplir esta promesa.

    El precio de tanta temeridad era frecuentemente el acabar con el cuerpo lleno de cicatrices. Un soldado español con media docena de heridas y arcabuzazos por el cuerpo, una en el sitio de Perpiñán, otra en la Goleta, Túnez, la tercera en Cerisola, la cuarta en un encuentro en Piamonte y la quinta en la reconquista del Casal. De la sexta era responsable «un bujarrón italiano, que me pesa más que todas –contaba el militar–, porque luego que me dio, huyó, y escapó de mis manos, de tal manera que no le pude alcanzar; y se tiene tan secreto y escondido de mí, que hay dos años que le voy buscando, sin poder hallarle. Mas, vive Dios que si yo le topo, aunque fuese entre los brazos de Beelzebub, yo le daré tantos palos a la turquesca, que yo le haré morir buen mártir».

    El bravucón que respaldaba con hechos de armas las palabras ingeniosas eran admiradores, no así los que solo lanzaban bravatas baratas. A un gentilhombre toledano que amenazaba, una y otra vez, con irse a América a vivir una gran aventura, pero nunca se iba; en una ocasión le reseñaron de forma cómica sus compatriotas que portara un sombrero repleto de plumas: «No es posible que no se vaya ahora este virote, pues que está tan bien emplumado». Todo ello aludiendo al virote o flecha de la ballesta, el cual se dispara mejor cuando está bien emplumado.

    http://www.abc.es/historia/abci-brav...7_noticia.html
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  2. #2
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  3. #3
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    Si eran tan la hostia por que perdieron???

    Pf vaya farsa

  4. #4
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    Siempre son bien recibidos este tipo de hilos

  5. #5
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    Me encanta el hilo! Y de paso os recuerdo que muchos de esos dichos españoles eran catalanes.
    Visca Catalunya!!! Visca la República!!!

  6. #6
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  7. #7
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    Si eran tan la hostia por que perdieron???

    Pf vaya farsa
    ¿Perdieron? ¿dónde?

  8. #8
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  9. #9
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    Pillo capitán retrañol.

  10. #10
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    Mis dies. Saludos.

  11. #11
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    Pérez del Pulgar , al cargar el sólo contra 50 moros , le espetó a sus 9 acompañantes : ¿ Desde cuándo un moro puede decir que vio a un castellano de espaldas? ¡ A la carga!
    Y por no deshonrarse , todos atacaron con él.

  12. #12
    Reditum Ignota Terra Avatar de Ereshkigal
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    Se echa en falta la célebre "Hablo latín con Dios, italiano con los músicos, castellano con las damas, francés en la corte, alemán con los lacayos e inglés con mis caballos." (Carlos V)

  13. #13
    𝖠𝗎𝗍𝗈𝖡𝖺𝗇𝗇𝖾𝖽 Avatar de miquel
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    muy buenas frases me ha hecho especialmente gracia esta:
    Un gentilhombre, muy grueso y graso, fue increpado por otros dos: «Mira el puerco que sube». La salida del insultado dejó planchado a los rufianes: «Sí, yo soy puerco, mas vos no me matareis y vos no me comeréis». Es decir, a uno le dijo cobarde y al otro judío converso por no poder comer cerdo.

  14. #14
    Cazarrecompensas Avatar de Skull Chaser
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    Qué pena que hayamos degenerado tanto.

  15. #15
    Cazarrecompensas Avatar de Skull Chaser
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    Se echa en falta la célebre "Hablo latín con Dios, italiano con los músicos, castellano con las damas, francés en la corte, alemán con los lacayos e inglés con mis caballos." (Carlos V)
    ¿No sería francés con las damas y castellano en la Corte?

  16. #16
    The last of my kind Avatar de Quemao
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    ¿No sería francés con las damas y castellano en la Corte?
    El francés era el idioma de la burguesía, de hecho la casa real inglesa hablaba en francés ya que el inglés lo dejaban para el populacho.

  17. #17
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    Interesante, buen aporte

  18. #18
    ForoParalelo: Miembro Avatar de Deitano
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    El soldado, viajero y escritor Pierre de Bourdeille escribió diversos libros sobre su tiempo y sobre la potencia hegemónica de entonces.



    Este aventurero francés admiraba por muchas razones el carácter español y dedicó un texto a lo que él llamó las «Rodomontades Espaignolles», que se ha traducido de forma poco precisa como «Bravuconadas de los españoles». No obstante, en su momento «rodomontade» no tenía el significado negativo que le vincula hoy a fanfarronería, sino que se entendía a cuando la altanería de palabra y acción se acompañaba de ingenio y agudeza. De ahí que al inicio de su texto Bourdeille proclame que «las fanfarronadas españolas superan a las de cualquier otra nación, tanto que la nación española es brava, bravucona y valerosa, y de genio vivo y hábil para improvisar frases con ingenio».



    Un ejemplo de estas contestaciones bravuconas, recogida por Bourdeille, es la que él mismo escuchó durante el socorro de Malta, cuando Felipe II envió en 1565 una flota al rescate de la isla cristiana, defendida por la Orden de San Juan ante las acometidas del Imperio otomano.



    Al preguntar a un soldado español especialmente discreto sobre cuántos efectivos había mandado el monarca español para romper el asedio, contestó: «Señor, yo lo diré: hay tres mil italianos, tres mil tudescos (alemanes) y seis mil soldados». Dada la superioridad de la infantería española en aquellos siglos, el fanfarrón español no consideraba a los italianos y a los alemanes soldados; solo a los seis mil españoles.

    En «Bravuconadas de los españoles» se cita otra conversación de Bourdeille con un bravo soldado gascón, aunque españolizado, que mantuvo en la corte de Madrid. Como iba sin espada, el francés interrogó al soldado por la razón de pasearse de esa guisa por las peligrosas calles madrileñas: «Porque mi espada está tan carnicera que a cada paso daría prisa a sacarla fuera; y, sacada una vez, no haría otra cosa que carne y sangre». Y es que la escuela de esgrima española, «la Verdadera Destreza» (un método global de lucha con espadas con un fuerte componente matemático, filosófico y geométrico), hacía de los castellanos los más habilidosos esgrimistas de Europa. Se les temía, sin duda.



    Más ejemplos de «rodomontade». Un soldado de las Islas Canarias estaba pálido y tembloroso antes de un asalto, a lo que un capitán castellano le reprochó su miedo. Con confianza, replicó el canario: «Treman las carnes porque como humanas y sensibles, en mi bravo, valiente y determinado corazón las lleva y las trae al postrero paso, donde mas no han de volver». Una respuesta ingeniosa y poética, para justificar que ante una amenaza mortal tiemble hasta el alma.

    El miedo es un sentimiento natural, aún cuando el ingenio pueda adornarlo. Tras recorrer las ardientes y estériles arenas de Túnez, camino a tomar La Goleta, durante la ofensiva de Carlos V en 1535, un joven soldado español exclamó, asustado al ver aparecer a miles de enemigos: «¡Jesús! ¿Y con tantos Moros hemos de pelear?». Al momento le reprendió un veterano que marchaba a su lado: «Calla, bisoño; a más gente y moros, más ganancia y gloria».



    Las bravatas de esta clase resultan un elemento habitual en los ejércitos de todos los tiempos y una forma de desviar tensión durante situaciones extremas. La diferencia respecto a otros países, al menos según Bourdeille, es que ninguna otra nación de su tiempo se manejaba también en ese tipo de frases ingeniosas, lo que no resulta sorprendente si se tiene en cuenta que la literatura castellana vivía su particular Siglo de Oro y algunos poetas, como Garcilaso de la Vega, Lope de Vega o Calderón de la Barca, pertenecieron a esa misma milicia.



    Otro soldado español para jactarse de su fuerza aseguró, como si fuera Bud Spencer en una de sus terribles películas cómicas, que «en tomando a un hombre, dándole un puntapié, lo enviaré dos o tres leguas hacia arriba; y antes que vuelva, quiero que pase un año». Y si bien la exageración constituye buena parte de la esencia de estas «bravuconadas», lo que más admiración causó a Bourdeille cuando realizó su estudio es que las palabras estaban casi siempre respaldas por hechos grandiosos y personajes fuera de lo común.


    Próspero Colonna, comandante italiano al servicio del Imperio español, fue informado de que entre sus tropas había un español llamado Lobo capaz de ganar a cualquiera en velocidad incluso cargando él con un carnero a la espalda. El italiano se propuso probar si era cierta la bravuconería, a lo que le encomendó que capturara a un soldado francés del campamento enemigo y lo trajera rápido cargando con él. Y como si fuera un carnero, lo cargó a hombros y lo llevó a su presencia para que le interrogaran los oficiales de Colonna. El comandante rió al ver la estampa y recompensó a Lobo por su hazaña.

    Las «rodomontades» eran cosa de los soldados, pero también de cualquier español con lengua afilada. Cuenta el cronista francés que un franciscano visitó la corte portuguesa cuando se celebraba con gran algazara el aniversario de la batalla de Aljubarrota, una desastrosa derrota castellana acontecida a finales de la Edad Media.



    El Rey portugués preguntó al español si en Castilla se celebraban también fiestas tales por semejantes vencimientos. «No se hacen, porque son tantas las victorias nuestras, que cada día sería fiesta, y morirían los oficiales [artesanos] de hambre».

    Y sobre respuestas demoledoras, en cierta ocasión un soldado español retó a duelo a un noble italiano. No siendo de su mismo linaje, el italiano envió al envite a su mayordomo. «Yo lo otorgo porque, por muy ruin que sea, será mejor que vos», contestó el español con mala leche. Caso parecido, pero a la inversa, al de un noble castellano que queriendose batir con un soldado de un linaje muy bajo, lo que estaba explícitamente prohibido en Castilla, aseguró que estaba dispuesto a rebajarse la sangre: «Decidle que me hago de tan ruin linaje como el suyo, y que se salga a matar conmigo a tal parte».

    La picaresca también estaba muy presente en estas bravatas recogidas por Pierre de Bourdeille. Un joven pícaro con bigote y una barba espesa respondió a los que preguntaban cómo tenía, siendo un adolescente, tanto mustacho: «Estos bigotes fueron hechos al humo del cañón, por eso crecen tan grandes y tan presto».

    Otro soldado, al estilo del ciego del «Lazarillo de Tormes», iba golpeando y reprendiendo a su paje: «¿Dí, bellaco, cuantas veces te he mandado que no andes a cada paso publicando mi valor; porque, oyéndolo las mujeres no se pierden por mí, de suerte que más me cuesta mostrarlas la magnificencia de mi ánimo, que no en tomar ciudades y matar enemigos?».


    A los soldados españoles, cuenta Bourdeille, ningún enemigo les parecía demasiado feroz o numeroso. Un soldado bisoño que charlaba con sus compañeros durante una de las operaciones de Don Juan de Austria, héroe de Lepanto, en la rebelde Flandes preguntó sobre las tropas enemigas: «¿Cuántos son?». A lo que un compañero le replicó: «Vayate al diablo, con tu cuestión y cuenta; di más bien: Vayamos a ellos, quantos que sean».

    Eran, no obstante, tropas que no se dejaban toser por nadie, ni por reyes ni por papas. Revisaba un día Carlos I de España su campamento en la guerra de Hungría, acompañado de su hermano y futuro heredero, Fernando, cuando escuchó a un soldado decir bien alto: «Sacra Magestad, os doy mis pagas, y haga trasquilar el hermano tuyo don Fernando».



    Una referencia al peinado pasado de moda del hermanísimo, que seguía la moda de su abuelo fallecido Fernando «El Católico» de largos cabellos separados sobre la frente como una ventana gótica. Carlos se limitó a reír por la osadía del soldado y desistió de castigarlo. Según Bourdeille, el Emperador «quería tiernamente a sus soldados españoles, como a sus hijos» por lo que les consentía aquellos desmanes siempre y cuando no fueran a más. En cierta ocasión un soldado le gritó cuando pasaba revista: «Váyase al diablo, bocina fea, que tan tarde es venido que todo el día somos muertos de hambre y de frío». También a él le perdonó, aunque la prominencia de su mandíbula le acomplejaba desde niño.

    En este sentido, estando Francisco I de Francia prisionero en Madrid, el Monarca intentó sobornar a Hernando de Alarcón, capitán de la guardia que le vigilaba; y él contestó: «No quiera Dios que estas mis canas, nacidas al servicio de mi Rey, las manche yo por todo el oro del mundo».



    Los representantes de Dios tampoco se libraban de las afiladas palabras de estos soldados, una infantería de élite en Europa. En una ocasión llevaban a ahorcar a un español cuando un franciscano le recordó que debía rezar para salvar su alma y así evitar morir de fuego. El fanfarrón contestó con arrogancia: «Váyase al diablo, señor fraile, que tan bien ha profetizado, y tan mal me ha servido su oración; porque no muero en fuego ni agua, mas en el aire, que es peor, y también yo sé y conozco el día de mi muerte».



    Un juez español condenó a un hombre a la horca, y el reo le espetó furioso que se parecía a Pilatos por cometer tal injusticia. El juez mejoró la respuesta: «A lo menos, no lavaré mis manos, para condenar un tan gran bellaco como vos».

    Y precisamente antes de ser ejecutado, narra Bourdeille, que Francisco de Carvajal, «el demonio de los Andes», un conquistador del Perú que se rebeló contra la Corona junto a Gonzalo de Pizarro, todavía tuvo tiempo de lanzar una última bravuconería.



    El hombre que dio lugar al dicho «más fiero y cruel que Carvajal» fue visitado en la víspera de su muerte por el capitán Centeno, su rival en los campos de batalla. Centeno preguntó si es que no le reconocía, pues Carvajal fingía que no le había visto en toda su vida. «¿Cómo te podía yo reconocer, que nunca te ví por la delantera, sino por la trasera?», contestó desafiante «el demonio de los Andes», dándole a entender que siempre le había rehuido los combates.

    Narra en las páginas de «Bravuconadas de los españoles» otro incidente entre españoles, uno en las gradas del castillo de Madrid, esto es, el antiguo alcázar.



    Un gentilhombre, muy grueso y graso, fue increpado por otros dos: «Mira el puerco que sube». La salida del insultado dejó planchado a los rufianes: «Sí, yo soy puerco, mas vos no me matareis y vos no me comeréis». Es decir, a uno le dijo cobarde y al otro judío converso por no poder comer cerdo.

    El propio Carlos I y V de Alemania, contagiado de la bravuconería hispana, respondió bravo en una audiencia con el Papa. Un incidente que ilustra la importancia que adquirió el castellano para el Monarca debido a la aportación militar y económica que hacía Castilla a su poder, a pesar de que cuando puso pie en la Península no hablaba apenas este idioma. Pierre de Bourdeille refiere que «estando Carlos en Roma habló delante del Papa, de los embajadores y de los cardenales bramando un tanto por arrogancia de su victoria en Túnez y La Goleta».



    Lo hizo delante de dos embajadores franceses, que reconvinieron a su Cesárea Majestad por expresarse en español y no en otro idioma más inteligible. El Emperador dio la espalda a uno de esos embajadores, el del Rey galo, y se dirigió al otro, el embajador francés ante su santidad: «Señor obispo, entiéndame si quiere; y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana». Aprender castellano se convirtió en una asignatura troncal en muchas cortes europeas. Y los hispanismos florecieron en francés, como en nuestros días lo hacen los anglicismos.

    Para los soldados de los Tercios españoles, vivir con deshonra era mucho más caro que morir con valor. En cierta ocasión el marqués de Pescara respondió a los que le pedían que no siguiera corriendo más peligro en batalla que: «De buen grado obedecería, o siquiera muy fiel este consejo saludable si me persuadierais cosa tan honrosa quanto segura; antes quiero yo que me lloren mis amigos muerto con honra, que yo llorar afrentosamente con vida infame en mi casa tantas muertes de tan grandes capitanes».



    No es de extrañar que ese día, en la desastrosa batalla de Rávena, acabara prisionero de los franceses.



    Recobró su libertad a cambio de un rescate y la promesa de no combatir nunca más contra Francia. Claro está que no estaba por la labor de cumplir esta promesa.

    El precio de tanta temeridad era frecuentemente el acabar con el cuerpo lleno de cicatrices. Un soldado español con media docena de heridas y arcabuzazos por el cuerpo, una en el sitio de Perpiñán, otra en la Goleta, Túnez, la tercera en Cerisola, la cuarta en un encuentro en Piamonte y la quinta en la reconquista del Casal. De la sexta era responsable «un bujarrón italiano, que me pesa más que todas –contaba el militar–, porque luego que me dio, huyó, y escapó de mis manos, de tal manera que no le pude alcanzar; y se tiene tan secreto y escondido de mí, que hay dos años que le voy buscando, sin poder hallarle. Mas, vive Dios que si yo le topo, aunque fuese entre los brazos de Beelzebub, yo le daré tantos palos a la turquesca, que yo le haré morir buen mártir».

    El bravucón que respaldaba con hechos de armas las palabras ingeniosas eran admiradores, no así los que solo lanzaban bravatas baratas. A un gentilhombre toledano que amenazaba, una y otra vez, con irse a América a vivir una gran aventura, pero nunca se iba; en una ocasión le reseñaron de forma cómica sus compatriotas que portara un sombrero repleto de plumas: «No es posible que no se vaya ahora este virote, pues que está tan bien emplumado». Todo ello aludiendo al virote o flecha de la ballesta, el cual se dispara mejor cuando está bien emplumado.

    http://www.abc.es/historia/abci-brav...7_noticia.html
    http://www.abc.es/historia/abci-brav...7_noticia.html
    Maravilloso hilo. Gracias por él.



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  19. #19
    ForoParalelo: Miembro Avatar de Deitano
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    Cita Iniciado por Ereshkigal Ver mensaje
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    Se echa en falta la célebre "Hablo latín con Dios, italiano con los músicos, castellano con las damas, francés en la corte, alemán con los lacayos e inglés con mis caballos." (Carlos V)
    Siempre había creído que hablaba español con Dios.

  20. #20
    ForoParalelo: Miembro Avatar de Deitano
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    Cita Iniciado por Quemao Ver mensaje
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    El francés era el idioma de la burguesía, de hecho la casa real inglesa hablaba en francés ya que el inglés lo dejaban para el populacho.
    En Inglaterra podía haber otros motivos... la monarquía era de origen francés.

  21. #21
    ForoParalelo: Miembro Avatar de tancredo
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    Muy buen hilo

  22. #22
    Reditum Ignota Terra Avatar de Ereshkigal
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    Creo que la frase viene embarullada, pero las reclamaciones al que perpetró ese artículo de wikipedia. xD

  23. #23
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  24. #24
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  25. #25
    Último Navegante
    Avatar de Último Navegante
    Una pica en Flandes, el Vietnam del imperio español... y por qué los flamencos no amaban al rey Felipe



    La fórmula «poner una pica en Flandes» expresa comúnmente hacer algo con gran dificultad. Por lo general se acepta que la frase viene del primer tercio del siglo XVII, cuando la guerra de España en los Países Bajos se puso muy cuesta arriba. La pica -una larga y sólida lanza- era el arma común del soldado de infantería, y Flandes era, evidentemente, el territorio del mismo nombre. Con toda Europa enfrente y unos problemas logísticos morrocotudos, «poner una pica en Flandes» se hizo francamente complicado. Y se hizo, sin embargo.

    Flandes fue algo así como el Vietnam del imperio español. Y no, ciertamente, porque nosotros quisiéramos enredarnos allí los 80 años que duró aquella pesadilla. Para entender la guerra de Flandes hay que deshacer unos cuantos tópicos y otros tantos malentendidos. Lo primero: qué es el Flandes del que hablan nuestros libros. Se trata de 17 provincias históricas que abarcan, aproximadamente, los actuales territorios de Holanda, Bélgica y Luxemburgo y una pequeña porción del noreste de Francia. Esas provincias procedían del antiguo condado de Flandes, que data del siglo IX. Después de varias vicisitudes, toda la zona pasó a los duques de Borgoña en el XIV. En 1477, por enlaces matrimoniales, fue heredada por la casa de Habsburgo, los Austrias. Así Flandes termina bajo la soberanía de Carlos I de España y V de Alemania.

    De hecho, Carlos había nacido allí, en Gante, en la actual Bélgica, y su primer título, con sólo 15 años, fue el de Duque de Borgoña, soberano en Flandes. Cuando es proclamado rey de España, a partir de 1516, la acumulación de territorios bajo su corona es impresionante: España (Castilla, Aragón, Navarra, Granada), las Indias, Sicilia (con Córcega y Cerdeña), Nápoles, el Franco Condado (una rica región del oeste de Francia, junto a Suiza, también herencia de Borgoña) y, por supuesto, Flandes. Después, en 1519, será proclamado emperador, lo cual añade a sus títulos todo el viejo imperio romano-germánico. Todo eso ha de mantenerlo un país, España, cuya población era la mitad que la francesa. Primer dato importante: no es que España hubiera invadido Flandes, sino que Flandes formaba parte de la Corona.



    Flandes era muy rica y, en torno a esa riqueza, habían crecido poderosas élites locales que querían hacer valer sus privilegios. Al mismo tiempo, el territorio representaba un vector geopolítico de primera importancia para el equilibrio de poder en Europa. Vale la pena coger un mapa y señalar las tres grandes potencias del momento en Occidente: España, Francia, Inglaterra. Con Flandes bajo su soberanía, España encerraba a Francia, con la que hacíamos frontera tanto por el sur como por el este, y además amenazábamos a Inglaterra, porque la corta distancia entre las costas inglesas y las flamencas hacían perfectamente factible un desembarco. Ahora bien, a partir de la reforma protestante, con las consiguientes guerras de religión, la lucha por el poder en Europa había conocido un recrudecimiento. Hacia 1540 el calvinismo se había extendido por Flandes. Buena parte de aquellas élites locales habían encontrado en el protestantismo una forma de expresar su propia afirmación de poder, en consonancia con los intereses de Inglaterra y Francia. Así se fueron preparando los elementos de la tragedia.

    Mientras gobernó Carlos, Flandes apenas planteó problemas. Los flamencos consideraban que era su rey natural, cosa que efectivamente era. Hubo tumultos protagonizados por los calvinistas, pero Carlos los reprimió sin mayores consecuencias. Todo cambió cuando Carlos abdicó en Felipe II, su hijo, en 1556. Felipe heredó Flandes, pero no el amor de los flamencos. Y aquí empezaron los problemas, porque la agitación soterrada durante los años anteriores comenzó a salir a la luz.

    No es fácil entender por qué empiezan las guerras -por eso es tan difícil solucionarlas. En este caso habrá una causa formal: los decretos tridentinos, esto es, las normas derivadas del Concilio de Trento, que Felipe II, disciplinado hijo de Roma, quería implantar en Flandes. Aquellos decretos implicaban una reducción de la libertad religiosa, lo cual enojó a los protestantes. Además, la nobleza local estaba irritada porque Felipe II quería sustituir los tres grandes obispados de Flandes por 17 diócesis más pequeñas (y más pobres), con la consiguiente pérdida de prebendas y prestigio. En cuanto a la burguesía y al pueblo, estaban atravesando años muy duros. Hay que subrayarlo para entender todo en su conjunto: la guerra entre Suecia y Dinamarca había cerrado todos los mercados del este, los mercaderes quebraban y los alimentos comenzaban a escasear. La insatisfacción crecía y los calvinistas la estimulaban. Añadamos los intereses de las potencias extranjeras, que azuzaban el malestar.



    Contra lo que comúnmente se cree, la actitud inicial de Felipe II ante estos problemas no fue de dureza, sino de flexibilidad. El Gobierno de Flandes se le había encomendado a Margarita de Parma, hija natural de Carlos V, hermanastra de Felipe, asistida por el cardenal Granvela. Ambos, Margarita y Granvela, tenían que lidiar con los estados generales, que eran el órgano de representación de la nobleza y la burguesía flamencas. Cuando los flamencos se pusieron tales, Felipe no dudó en sacrificar a Granvela para calmar las cosas. Cedió lo que pudo ante la nobleza, pero Felipe no iba a renunciar a su convicción: él era el guardián del catolicismo en Europa, como lo había sido su padre. En 1560 empiezan los problemas. El descontento crece. Seis años después, en 1566, tendrá lugar la primera revuelta. Es la «rebelión de los iconoclastas», que fue lo que motivó la llamada de Felipe II al Duque de Alba, el traslado de un ejército y la consiguiente apertura del Camino Español. El comienzo del drama.





    Detrás de la agitación calvinista se forma ya el frente antiespañol. La cabeza de la rebelión es un personaje decisivo: Guillermo de Orange, llamado el Taciturno, en cuya figura se concentran todas las expectativas, frustraciones y ambiciones de la burguesía flamenca.



    Junto a él aparecen dos nobles que habían prestado buenos servicios a España: los condes de Egmont y de Hornes.



    Guillermo era el noble más poderoso de los Países Bajos; aunque de formación protestante, tanto Carlos como Felipe confiaban en él para que representara a la Corona en Flandes. Pero Guillermo tenía sus propios planes y terminará convirtiéndose en el peor enemigo de España. Con ayuda de los protestantes alemanes y en concierto con la Corona inglesa, convierte los Países Bajos en un avispero. La guerra será, en muchos aspectos, una guerra civil.

    Guerra civil, sí: flamencos católicos contra flamencos protestantes, valones contra flamencos, flamencos contra holandeses (los de las provincias del norte), unas ciudades contra otras (y cambiando de bando con verdadero ahínco)... Añádase que enseguida entrarán en liza ejércitos mercenarios ingleses, muchedumbres de soldados alemanes, contingentes franceses... Nunca fue una guerra de españoles contra flamencos. En las filas de la Corona española formaban millares de valones, flamencos, italianos, alemanes y hasta jinetes croatas. Por los testamentos de los soldados españoles sabemos que miles de ellos se casaron con mujeres flamencas. Pero el remoquete del «enemigo español» hizo fortuna gracias a la excelente propaganda de guerra de los calvinistas holandeses, y aún la haría más siglos después, cuando Holanda primero, y Bélgica después, se conformen como naciones. Hoy el flamenco común ve al español como a un enemigo ancestral. No le han contado que, muy probablemente, algún tatarabuelo suyo era de Tomelloso.





    El terrible poder de los Tercios españoles: lo que hubiera pasado si llegan a desembarcar en Inglaterra


    «La batalla de Empel», el cuadro de Ferrer-Dalmau que rinde tributo a los Tercios

    El plan de Felipe II cuando envió a su Felicísima Armada a las Islas Británicas no era atacar directamente sus costas o desembarcar tropas, como le había aconsejado Álvaro de Bazán, el marino que murió invicto; su verdadera intención era que la Armada dirigida por el Duque de Medina-Sidonia se diera «la mano» con las tropas de Flandes, al mando de Alejandro Farnesio. Una vez embarcadas, atacarían Inglaterra para derrocar a la Reina Isabel. El problema básico es que las comunicaciones de la época hacían imposible que Farnesio y Medina-Sidonia llegaran a contactar a tiempo. El Monarca dejó aquel detalle, como otros tantos, a los designios de Dios, lo que se tradujo en un desastre causados por la indecisión y la meteorología.

    Los ingleses no pudieron hundir prácticamente ninguno de los galeones españoles, pero los 130 barcos de Medina-Sidonia no alcanzaron a «darse la mano» con los ejércitos hispánicos en los Países Bajos. El empeño del andaluz, mal aconsejado por Diego Flores de Valdés, por ceñirse a las órdenes exactas del Rey hizo que los barcos españoles mostraran en todo momento una actitud defensiva y dejaran pasar varias ocasiones de hundir a la molesta flota británica, como en el caso del minuto eterno de Plymouth. Mientras Farnesio esperaba en vano a que le dieran aviso para enviar a sus tropas hacia la costa, y desde allí embarcar en barcazas; Medina-Sidonia arribó por sorpresa en Calais el día 6 de agosto de 1588.

    La distancia entre Calais y Dunkerque, donde se suponía que estaba Farnesio con sus tropas, era, y es, escasa, a lo que Medina-Sidonia envío a su mejor mensajero, Rodrigo Tello de Guzmán, a bordo de una pinaza para contactar con él. No en vano, el mensajero descubrió que apenas había barcazas en la costa, faltaba artillería y las tropas eran escasas. El propio Farnesio estaba en ese momento a kilómetros de allí, en Brujas, cuartel general del Ejército.

    Una vez en esta ciudad, el general español recibió a Tello de Guzmán, para explicarle que el grueso de las barcazas estaba escondido más al norte, concretamente en Nieuport, en tanto las tropas estaban distribuidas entre este puerto, el de Dunkerque y el de Diksmuide. En total 15.000 efectivos del Ejército de Flandes, una tropa de elite que en los últimos años había logrado llevar la guerra en los Países Bajos a la fase más favorable a España desde antes de la rebelión.

    No obstante, según apunta Carlos Canales y Miguel del Rey en «Las Reglas del viento: Cara y cruz de la Armada española en el siglo XVI», la realidad era muy distinta de la dibujada por Farnesio. «No había nada preparado. A pesar de contar con una soberbia red de agentes en Francia, la llegada de la Armada al canal le había cogido por sorpresa, y no tenía ni la más remota idea de cuál era la situación...». Debió improvisar al saber que Medina-Sidonia estaba en Calais. Pero, mientras Farnesio ponía en marcha toda su maquinaria de intendencia, se produjo el único combate directo entre barcos ingleses y españoles: la batalla de Gravelinas.



    En la madrugada del 7 al 8 de agosto, la Armada española recibió el ataque de ocho brulotes (barcos incendiarios) que rompieron por primera vez el orden de la flota y, en un momento de pánico, algunos capitanes soltaran las cadenas de sus anclas para salir cuanto antes de Calais. Aquella salida desordenada derivó en un intercambio de fuego con los ingleses, que causaron varias averías de gravedad en barcos principales como el San Felipe o el San Mateo.

    El viento hacia el norte salvó a los españoles de recibir más daños, si bien condenó a Medina-Sidonia a bordear las Islas británicas por Escocia e Irlanda, donde se produjo el auténtico desastre frente a sus afiladas costas. La posibilidad de regresar a por el Ejército de Flandes se perdió ahí para siempre.

    La pregunta que se han hecho historiadores de todos los tiempos es cuál hubiera sido el porcentaje de éxito de aquella infantería de haber sido trasladada de Flandes a Inglaterra con éxito. La idea del Rey consistía en que las tropas, unos 16.000 hombres, fueran desembarcadas en las costas de Kent, frente a los Países Bajos. Posteriormente, la Armada se dirigiría a North Foreland, un poco más al norte de Kent, para asegurarse el dominio sobre Narrow Seas, con el fin de situar allí su artillería y las provisiones.

    Aprovechando la superioridad de la infantería española, Farnesio avanzaría a Londres en un ataque relámpago tipo blitzkrieg que, imaginaba, dejaría noqueado al poder inglés. Con estas posiciones aseguradas, la flota de Medina-Sidonia llevaría más provisiones al Ejército en una ruta abierta con Flandes.

    Claro está, que Felipe II no tenía en cuenta lo difícil que hubiera sido que las tropas obtuvieran provisiones desde Flandes con la flota inglesa pululando a su alrededor. Sin otra flota que la neutralizara, Drake y compañía habrían impedido abrir una ruta segura. O a lo mejor el Rey confiaba en que la fuerza de sus Tercios se las arreglaría bien sin más refuerzos ni suministros, como una suerte de Expedición de los Diez Mil de Jenofonte...

    En este sentido, existe consenso sobre la superioridad militar de los españoles una vez pusieran pie en tierra sus soldados. Entre 1500 y 1650, los tercios españoles se convirtieron en la más letal, efectiva y temida infantería de Europa. A imagen de las falanges macedonias y las legiones romanas, que también impusieron su superioridad militar, los tercios encontraron en la combinación de armas blancas (pica y espada) y de fuego (arcabuz y mosquete) una forma de aplastar el papel de la caballería pesada en Europa. En los campos de Flandes habían demostrado que ningún otro ejército, mercenario, voluntario o profesional, podía causarle grandes problemas en un combate abierto.

    Frente a la fortaleza española, se extendía una fuerza inglesa desfasa y sin experiencia en combate. Los historiadores Geoffrey Parker y Agustín Ramón Rodríguez han analizado en varios trabajos esta cuestión. Para empezar, comenta Parker, las fortificaciones de las ciudades y puertos ingleses estaban completamente obsoletos, y databan de la época medieval o, en el mejor de los casos, eran del reinado de Enrique VIII. Para el tren de artillería de Farnesio –acostumbrado a las endiabladas fortalezas de Flandes y de Italia– los bajos muros ingleses no hubieran sido rival.

    Sobre el Ejército inglés, comenta Agustín Ramón Rodríguez, era «pequeño, anticuado y sus tropas estaban repartidas entre las guarniciones de los barcos, la siempre segura Irlanda, la frontera escocesa y Holanda». Precisamente en la guerra de Flandes las tropas españolas vencieron con bastante sencillez varias veces a las inglesas, aliadas con los rebeldes protestantes. El Duque de Leicester demostró en la batalla de Grave, 1586, que le separaba un abismo del talento militar de Farnesio y de la efectividad de sus soldados. La veteranía de los Tercios de Flandes era algo que no se podía comprar ni entrenar a corto plazo.

    Además, las tropas británicas eran poco fiables políticamente, al estar alistadas muchos católicos irlandeses (los únicos que aceptaban condiciones económicas tan malas), o eran susceptibles de corrupción, como también habían demostrado en Holanda. El país en general era poco fiable, ya que debajo de la mayoría protestante palpitaba aún una minoría católica que hubiera colaborado entusiasmada para derrocar a Isabel Tudor. Felipe II no dejaba claro en sus instrucciones si la Monarca debía ser ejecutada o si debía emplearse como reina de un gobierno títere.

    A falta de efectivos profesionales, la Reina inglesa acudió a levas de milicias, mal armadas y peor entrenadas para defender la isla. Su arma más popular era todavía el arco largo inglés, enormemente popular en la Guerra de los Cien años, pero ya desfasada frente a la superioridad de los mosquetes y de los arcabuces, que los soldados castellanos manejaban con gran habilidad. A propósito de las milicias, Carlos Canales comenta en el mencionado libro: «Tenían más voluntad que capacidad real de lucha. Este hecho era perfectamente conocido por los altos mandos españoles que, sin despreciar a sus enemigos, sabían que se enfrentaban a paisanos armados sin apenas instrucción y experiencia de combate».


  26. #26
    𝖠𝗎𝗍𝗈𝖡𝖺𝗇𝗇𝖾𝖽 Avatar de MitchBucanan
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  27. #27
    ForoParalelo: Miembro Avatar de Porcierto
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    Cita Iniciado por Skull Chaser Ver mensaje
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    ¿No sería francés con las damas y castellano en la Corte?
    francés con las shemales y árabe con las damas

  28. #28
    - futbol + carreras Avatar de ZCO
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  29. #29
    Excmo. Don Presidente Avatar de Cigar
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    Vaya hilo chulo, y de puta madre ilustrado.

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