Relato corto:
No pienso morir sin confesar la razón de mis pesadillas. Ningún juez condenará a un muerto. Todo sucedió el 22 de octubre de 2002…
Reconocí a María al instante. Desde que se inició la operación, trabajé temporalmente como portero de zapatos mojados y papeles arrugados en cada uno de los supermercados de la cadena. Sabía que ella era la cajera en uno de ellos. Eso era todo. Esquivar pisadas y depositar los tickets de compra caídos en las papeleras se convirtieron en los alicientes de mi rutina. Era un triste mendigo que se postraba por primera vez ante aquellas enormes puertas de cristal.
Como todos los viernes, mi estómago sabía que, al final del día, podría llevarle un bocado a su desolador almacén. Quitaba las telarañas de bilis de sus paredes resecas tarareando estomacalmente una vieja canción de punk-rock. Mis tripas comenzaban a reivindicar sus derechos. Tenía que aguantar aquellas frenéticas vibraciones hasta el final de la tarde. Era capaz de escuchar música en un simple dolor de estómago, sentía el arte de la desnutrición: me estaba volviendo loco. En aquel sucio trabajo, cuanto más triste fuera la imagen percibida por los accionistas, mayores serían los beneficios. Si me escuchaban cantar, dejarían de invertir en los fondos de mis vasos vacíos. Era duro, pero soñaba con asfixiar a mis tripas al final de la jornada. ¡Cuánta hambre pasé durante la operación!
-Ten, un grabado de la catedral. Te puedes comprar bolsas de plástico y hojas de papel aquí dentro. Sé lo que estarás pensando: “esta mujer se creerá que con cinco malditos céntimos me está ayudando”. Pero, al menos me preocupo por llenarte el vaso. Sé que es poco, puede que a ti cinco céntimos no te vayan a cambiar la vida.
-Te equivocas. Para empezar, tú no me has dado cinco céntimos. Me has regalado un grabado metálico de la catedral. Nunca lo había visto de ese modo, así que se podría decir que además, me has regalado una perspectiva nueva. Pero no sólo eso, también me has regalado una pequeña parte de tu tiempo. Y por tu atuendo, diría que el tiempo que ahora poseo está muy cotizado allí dentro -añadí desde el suelo.
-El tiempo de descanso es lo que más me va a gustar de este trabajo, aunque ya ves, en un cigarro desaparecerá. Jamás pensé que fueras así, no sé, te estaba mirando desde caja y me imaginaba que serías el típico pirado. Mis compañeras dicen que es la primera vez que te ven en este supermercado y piensan lo mismo. Una dice que te ha visto mendigar en casi todos los Eira de la ciudad.
- Adoro a estos exterminadores del comercio local. ¿Por qué descartas que esté pirado? Apenas le has dado una calada a tu cigarro, puede que te estés precipitando. -bromeé.
-No creo, ¡tengo un sexto sentido infalible! Eres como, o más bien es como si, ¡O mejor dicho! Tengo la sensación de que te conociera de antes, ¿sabes lo que te quiero decir? – Aunque no os lo creáis, sabía perfectamente lo que me quería decir. Preferí disfrazarme de ingenuo y confiar en la suerte: si se acordaba, todo el plan se hundiría.
-Puede que en otra vida nos conociéramos, una vida en la que yo obré mal y tu bien; y ahora, reencarnados, nuestras almas se reencuentran...- tras esto, me miró y soltó su segunda bocanada de humo.
-Perdona, ¡querrás decir que los dos obramos mal! Soy cajera y mi familia tiene una casa con tres plantas, ¡mírate! Con esa barba y esos pantalones de cuadros lo último que se espera una es una respuesta tan sensual.
Bajé la mirada, con esa sonrisa que se abre paso con disimulo cuando un inocente sufre una caída estrepitosa ante nosotros. La misma cara del pescador al retirar el anzuelo ensangrentado de la boca del codiciado pez. Mi estómago dejó caer la jaula de cristal en la que encerraba tristes mariposas grises. Mi corazón empezó a bailar a ritmo de jazz. No era por ella, una niñata engreída, era por mí. El cerebro me recomendó ignorar esa supuesta sensualidad que poseo. Se aproximaba su cuarta calada.
-Es evidente que uno de los dos llevó una vida anterior más pecaminosa, pero, ¿quién de los dos? -. Bromeé. No podía dejar de pensar en sus palabras. Si me consideraba sensual, todo saldría tal y como había sido planificado. Quinta calada.
-¡Tú al menos trabajas al aire libre! Pensarás que estoy loca, pero es que creo que todo esto no ha sido casualidad, quiero decir que, tal vez, esto sea una especie de señal ¿Te apetece venir a mi casa esta noche? Puedo invitarte a cenar, ¿Qué me dices?-.
Esperar a que vaciaran el despilfarro del consumismo del almacén y preparar un indigno banquete en compañía de mi vieja radio: así eran los viernes últimamente. Jamás pensé que fuera tan confiada, tan poco astuta, tan olvidadiza. No podía ser cierto, ¿por qué iba a quedar esta malcriada con un mendigo? Algo me decía que mis planes se iban a truncar, que este juego estaba amañado. Sea como fuere, tenía asegurada una cita con ella esa misma noche. Sentí un fuerte impulso que me empujaba a subir la apuesta de manera casi irrefrenable. Un as en la manga para salvarme el pellejo era el antídoto para mi terror. Era su última calada y mi decrépito estómago amenazaba con inmolarse.
-Me parece que, efectivamente, es una señal. Me encantaría cenar contigo. Iré encantado.- Me sentí despreciable, pero el sucio trabajo que me había sido encomendado así lo requería.
-Tengo curiosidad por verte sin tu atuendo de castigado por la otra vida. Al final de la tarde, cuando salga de trabajar, pásate por aquí.- Me lo tomé como una auténtica proposición indecente, mi cerebro debía responder con un doble sentido sexual.
- Me gustaría verte sin el uniforme del supermercado, cajera millonaria –contesté mientras ella atravesaba las puertas automáticas de su trampa para ratones. El sentido sexual se reflejó en la agitada mirada de una casta viejecita: soy un pervertido, señora.
Nada podía fallar. Tenía que pensar en positivo para expulsar el miedo a una muerte sobrecogedora. Con el pesimismo amordazado, tan sólo era una mujer que me confunde con la respuesta a sus problemas me acababa de invitar a cenar. Mi cerebro no estaba frenético, ¿por qué me tiró cinco céntimos? Bien, ambos teníamos hambre, pero a diferencia del fisiológico, el suyo necesitaba grandes cantidades de emociones positivas para desvanecerse. ¡Qué si no podría llevar a una mujer tan atractiva a fijarse en un supuesto perro callejero como yo! Buscaba una sensualidad extraviada, una originalidad comatosa y, en definitiva, resucitar aquellas oportunidades que sus pies habían dejado atrás. Parecía que el azar me había situado en el lugar adecuado, en el momento idóneo. Ella prefería hablar de señales. En cambio yo, prefería hablar de hilos de marioneta que alguien movía con una armonía celestial en cada acto de la tragicomedia del vivir. Y este ha sido el discurso de mi ingenuidad.
Todos tenemos hilos, excepto unos pocos afortunados que tienen el privilegio de moverlos a su antojo. María tenía dos caras y un gran corazón. Era tan frágil que se había convertido en un juguete roto. Cuando sus paredes cedían ante el desengaño, proyectaba rápidamente la inminente edificación de una nueva fortaleza. Me iba a utilizar para darle forma a su caparazón. Como hombre sensual y original, me convertí, sin darme cuenta, en el material de uno de sus ambiciosos proyectos. No me importó en absoluto, había reciprocidad en nuestras deleznables intenciones: ambos teníamos hambre.
Estaba muy nervioso, ¿Cómo le explicaría a aquella mujer que mi atuendo de castigado por la otra vida era mi verdadera imagen? Elaboré varias respuestas desde mi neurosis momentánea. Le diría que escogí los pantalones de cuadros porque me recordaban a los manteles de mi casa; que era como arropar mis piernas con calor de hogar. El tacto de mi jersey de lana, porque me recordaba a mis fieles amigos caninos: siempre al margen de los borregos, siempre a mi lado. Las zapatillas ochenteras, traumatizadas, sucias y demacradas, como mi caminar. Mi camiseta interior, extrema y dura, mi musicalidad interior imperecedera, mis palabras más íntimas hacia un mundo desagradable: iros todos a tomar por saco.
Dentro de mi maleta, un estúpido traje: mi traje. No hay prenda que aborrezca más que esa. Símbolo de poderío y sumisión, de rutinas decadentes y del espejismo del poder. Sé de muchos que lo han tenido todo y hoy, ya no son más que nombres esculpidos sobre frías lápidas de mármol. Los mismos que al perder su atuendo, se han quitado la vida, sin pensar ni un sólo instante en el mundo descosido que dejaban atrás. Los trajes son verdugos, son inanimados navajeros con un estilo envidiable, son cañones cargados de mutismo opresor. ¡Los trajes mueven nuestros hilos! Cuando me enfundo en un traje, me siento encadenado a un presente incierto, a este turbio pasado que narro y a la agonía de un futuro que se desvanece con cada gota de sangre que desciende por mi mano.
Me hubiera encantado vivir en la prehistoria. Ahora, nuestra alma efervescente tan sólo puede escapar de los harapos que nos ocultan cuando follamos. Nos hemos socializado para desnudarnos física y espiritualmente, única y exclusivamente, ante medias naranjas. Las declaraciones más artificiales, los rituales más mecanizados, los sonidos más salvajes, la agradable humedad humana, el roce de otra piel, ¡eso es libertad espiritual!
Necesitaba sentir de nuevo el aire caliente en mis genitales, tenía hambre de follar. Deseaba acabar con ella en todos los sentidos. Tal vez, después de saciar mi estómago, y antes de dar por finalizada la operación, podría darme el placer de navegar entre sus piernas.
Me puse mi traje negro en los vestuarios del gimnasio municipal donde solía asearme. No me sentía nada cómodo, incluso los zapatos me hicieron resbalar en el vestíbulo. La gente ya no me miraba con desdén, así que supuse que era el camuflaje idóneo para reinsertarme en un mundo cautivo.
-¡Estás imponente! –Dijo el recepcionista, la única persona de ese edificio que me trataba con naturalidad.
-Tengo una cita y prometí ser bueno, ya me entiendes.
-¡Claro que te entiendo! ¡Mucha suerte! -y me despidió con su sonrisa: amplia, sincera y sobre todo, reconfortante.
Eran las ocho de la tarde. No llovía. Podría afirmar que todo marchaba correctamente, hasta que me di cuenta de que María no se había interesado en saber mi nombre, ¿por qué? ¿Y por qué cinco céntimos? ¿Por qué quedaba con un mendigo? Los pensamientos negativos, el fracaso de mi plan, mi posible muerte, hacían resonar los tambores de guerra. ¡Ni hablar! ¡Necesitaba un comodín! Tenía que volver a por la maleta, era mi as en la manga. Atravesé las calles de la ciudad tirando de ella, abriéndome paso entre los viandantes, cual ejecutivo en viaje de negocios. Nadie me miraba a los ojos, sus miradas se postraban ante mi oscuro envoltorio. En la puerta del supermercado, mis inversoras parecían confusas, como si yo fuera el hermano gemelo del mendigo de la mañana, una especie de ratón de ciudad. Jamás había estado de pie sobre esa acera. La calle parecía distinta, la ciudad se desvelaba de nuevo ante mis ojos, todo dejaba de parecerme inalcanzable. Era como sí el verdugo caprichoso estuviera poseyéndome de nuevo, con la seductora ambición de una hedónica vida basada en el poder. Me di la vuelta. Un pequeño cartel y unas rejas a punto de tocar el suelo auspiciaban la inminente aparición de mi cita.
-¡Oh Dios mío! ¡Quién te ha visto y quién te ve! ¡Pareces otro!- el traje me había poseído, era un borrego más.
-Buenas noches, tú sigues siendo una mujer de marca blanca, ya me entiendes.
-¡Muy gracioso!, pensaba ponerme algo bonito en casa. Había pensado en unos vaqueros y zapato bajo, puede que francesitas, porque hoy no llueve, pero por tu culpa tendré que sacar mis mejores galas.- bromeó.
-¿Cuál sería la diferencia respecto del uniforme que llevas puesto? No dejarías de ser una maniquí para otra empresa, probablemente más grande y perversa, una deslocalizada, asentada en las tierras de los que nacen de mi condición.
-No me digas esas cosas, ¡no quiero ni pensarlo! Venga, ¡aligera el paso!, que ya estamos llegando a mi casita. ¡No te imaginas el hambre que tengo!-
Ella sí que no se imaginaba el hambre de un estómago que llevaba casi veinticuatro horas en bancarrota. Sólo por eso, aceleré mi caminar.
-Querrás decir piso. Estamos en pleno centro.
-En realidad es un zulo, ya sabes: tamaño ridículo, desagradable a la vista y muy poco funcional.
-Suele pasar…- solté una carcajada que despertó su curiosidad.
-¿A qué te refieres?... ¡Oh Dios! ¡Ya sé! Pero no es cierto, porque el tamaño no importa.
-Lo que no es cierto es que el tamaño no importe, porque a nadie le gustaría vivir en un zulo si pudiera permitirse una casa grande.
-Las casas grandes tampoco son interesantes. Es muy duro mantenerlas dentro de una economía media, entonces todo se derrumba antes de fin de mes. Yo no sería capaz de llegar con algo tan grande entre manos, y eso que soy una chica hábil en los negocios.
-Suele pasar…
-¡Eres terrible! Dejemos de hablar de inmuebles o de penes, o de lo que estemos hablando.
Se detuvo ante su portal. Buscaba las llaves en una especie de bolsa de tela del supermercado Eira convertida en bolso.
-Tu bolso.
-¿Qué le pasa? ¿Me vas a decir que es de maniquí consumista? –bromeó mientras subíamos las escaleras. Vivía en el cuarto izquierda, en un edificio descuidado.
-¡Todo lo contrario! Tus superiores, aquellos que no ves, querían hacer de ese metro cuadrado de tela el medio recomendado para transportar su mierda, del súper a los hogares. En cambio, tú transportas productos de tu hogar hasta su mierda de súper. Nadas contracorriente y eso es algo plausible.- bolsas que yo mismo escogí, pero ella no debía saberlo si quería que la operación fuera un éxito.
Entramos en su zulo. No era tan pequeño, los materiales eran de primera calidad. Tras la puerta principal, un cuarto de baño; un pasillo a la derecha, que desembocaba en otro transversal, con tres habitaciones. El salón era la primera de ellas, dentro de éste se encontraban la cocina y el comedor.
-La gente me dice que estoy loca por usar esto como bolso. ¿Qué te parece mi casita? Puedes dejar la americana sobre esta silla, no la metas en la cocina, porque no hay ventana y apestará a comida. La maleta sí, déjala ahí detrás.-señaló.
Si supiera qué contenía la maleta me la hubiera hecho tirar por la ventana. Sólo un buen artificiero debería manipular con sumo cuidado mi maleta, mi as en la manga. Apestar a comida, ¡ojalá hubiera podido llenar aquel día al menos mis pulmones de comida!
-¿Te importa mucho lo que otros digan?- dije para romper el incómodo silencio que yo mismo había provocado.
-No lo sé. Supongo que a nadie le gusta parecer un bicho raro. ¿Quieres que prepare un revuelto de arroz con gambas y setas? De postre podría darte unas fresas con yogurt…Olvida lo del yogurt, me caducaron hace tres días.
-¡No, no! No los tires. Las fechas de caducidad indican la fecha en la que el fabricante desea que vuelvas a comprar su producto de nuevo. Son tan idiotas que para poder colocar millones de lotes de yogurt simultáneamente, vierten toneladas de conservantes y otros aditivos que te permiten tenerlo en tu frigorífico hasta un mes después de esa fecha, de la esquela de su tapa. ¡Y tú no me tienes que preparar la cena! Si me haces un hueco, la hacemos en equipo. Soy indigente, no inútil.
-¡Guau!-exclamó- ¡Nunca había conocido a nadie como tú!. Ven, ponte aquí.
Me sentía realmente tenso. Bajo los fogones estaba el armario de los utensilios de cocina. A mi derecha, sobre mi cabeza, el estante de los platos. Cuando se agachaba, su pelo rozaba la bragueta de mi pantalón; cuando se estiraba para alcanzar los platos, sus enormes pechos golpeaban mi nariz. Se fue de la cocina.
- Voy a ponerme algo más cómodo, vigila el fuego y ve poniendo la mesa- gritaba desde el pasillo.
De haber permanecido tan sólo un instante más a mi lado, me hubiera lanzado a su boca. Me fijé en los muebles. La gran mesa rectangular estaba rota, tenía una grieta en una de sus esquinas. Con elucubraciones genitales, supuse que el causante de tal desperfecto fue el protagonista de un polvo memorable. Retiré un mechero y una bolsa de tabaco de liar para colocar un mantel de tela. Era de cuadros de leñador, parecido a mis pantalones de excluido. Todo desprendía el suave aroma de la marihuana. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando corroboré que fumaba. Pude apreciar cómo se erizaban, al ritmo que marcaban mis pulsaciones, los pelillos de mi muñeca. Coloqué la bolsa de tabaco en el sofá. Un par de platos, un par de tenedores, un par de servilletas, un par de vasos, un par de cuchillos y un par de velas. Volví al sofá para abrir la bolsa. Me encontré más de diez gramos de marihuana en su interior. Busqué más en los muebles del salón, detrás de cada cajón, entre los libros, hasta que, finalmente, di con otra bolsa de supermercado Eria idéntica a su bolso. Estaba junto a un revistero. En su interior, revistas que, por alguna extraña razón, contenían más muestras de perfumes de las habituales. Era coca, seguro que era coca.
-¡Ni te muevas, hijo de perra!-la muy zorra me estaba apuntando con una pipa.
Tenía que salir cuanto antes de allí o ese lugar se convertiría en mi tumba. No iba a ser fácil: mi jefe la quería muerta. A mí me daba igual, pero un trato era un trato.
-Vaya, parece que por fin te has acordado de mí. Suelta esa pistola, estás ridícula. A tus hermanos les quedaba mucho mejor. ¿Qué ha sido de ellos? ¿Siguen muertos?
Caminé hacia la mesa bajo la atenta mirada de María Sousa. Necesitaba un arma. Tras cada palabra que salía de mi boca, sus dedos acariciaban con mayor nerviosismo el gatillo. Sus brazos se tambaleaban tanto como sus párpados bañados en lágrimas. Por fin tenía el cuchillo a la distancia idónea para atravesar su yugular en cuanto se acercara un solo paso. En cuanto abriera la boca, la mataría.
-Me parece que no eres tan profesional como me imaginaba. ¿Quién metería en su casa a un mendigo del que no sabe nada, psicópata de mierda? ¿De verdad crees que soy tan ingenua? Ahora dime, ¿Quién te envía?
Tragué saliva. Por primera vez en mi sucia vida sentí miedo. Me había convertido en el cazador cazado. Creía saberlo todo sobre ella, sobre su contrato en el supermercado, sobre su familia, sus infructuosas búsquedas de pareja, todo estaba perfectamente trazado para que la operación fuera un éxito. La desesperación hizo que me plantara en mitad de la partida. Tenía que matarla, ya no importaba cómo. Tenía que huir cuanto antes. Cogí el cuchillo con mi mano derecha. Mis ojos apuntaban hacia su yugular. Mis rodillas tocaron el suelo y un hilo de sangre fluía tras mi oreja izquierda.
Cinco miembros más del clan de los Sousa estuvieron en el piso sin que yo me percatara de su presencia. Había sido golpeado en la cabeza por Xosé “o boi” con una tubería de hierro. Media hora después, desperté desnudo, en el asiento trasero de un lujoso todoterreno. Conducía Anxo, el mayor de los hermanos. A su lado, el cabrón del gordo con su barra de hierro. A mi izquierda Uxía, y a mi derecha Antón “o porco”. Antes de ser golpeado por el buey, pude comprobar que acabábamos de atravesar el centro de Padrón. Rodábamos hacia el infierno. Permanecí en silencio. Sabía que mi merecida muerte me esperaba en Vilagarcía.
-¿E logo a ti cuánto te pagan, picha corta? ¿Pensabas que vistiéndote de vagabundo te sería fácil, no? Sabemos quién te hizo el encargo. Lo tengo aquí fotografiado.
Antón sacó su teléfono móvil. Me enseñó el rostro demacrado de mi jefe. Los Sousa le habían sacado hasta la última muela. Uno de sus ojos había perdido el iris y su lengua, amputada, estaba apoyada sobre el otro.
- Nos dijo que te contrató porque estabas limpio y con el agua al cuello. Dijo que estabas en este negocio porque la puta de tu ex-mujer no tiene con qué dar de comer a vuestros hijos. Para ser sicario tienes que tenerlos bien puestos. Tú hasta ahora sólo has tenido suerte, fillo de puta.
Tenía razón en todo. Mi jefe me había vendido. La única forma de salir con vida era manteniendo la compostura. Sin embargo, sabían con certeza que había demostrado ser un auténtico psicópata en mi último encargo.
-Dudo mucho que con la lengua amputada ese bastardo te hubiera contado tantas cosas como dices.- me golpeó con todas sus fuerzas. Decidí no volver a hablar más.
El coche se detuvo ante la puerta de la mansión. Delante, bajaban de un biplaza negro María y Xoan. Abrieron las enormes puertas de hierro de la casa. Ya había estado antes allí, cuando descuarticé a los cuatro hermanos que ahora descansan en paz, junto al patriarca del clan. Me bajaron a golpes del vehículo. Las campanas sonaban a muerte en mi interior. De pronto, se abrió un claro entre las nubes: bajaron mi maleta del todoterreno. Si esos idiotas no la habían abierto en el piso, estaba salvado. Junto al asa plegable, atado a la cremallera, se encontraba adosado con un cordel el pequeño tapón de botella en el que alojé el detonador. Pude recogerlo sin despertar sospechas. Si quería vivir, tenía que introducírmelo por el recto. Fue horrible.
-¿Qué haces? ¡Eh! ¡Xose! ¡Que se estaba petando el culo el mariposón este! ¡Tenía el dedo dentro!
Pobre Antón, no sabía ni vigilarme. Lo único que me importaba era que no abrieran esa maleta. Conocía a los Sousa demasiado. Creerían que en la maleta se encontraba el dinero del encargo, junto a la ropa con la que me hubiera fugado después de matar a María. Puede que mi jefe les hubiera ocultado la verdadera recompensa que me ofreció a cambio de sus vidas, o tal vez, ni siquiera hubiera explicado en qué consistía. Tan sólo tenía que asegurarme de que su ingenua suposición no saliera de sus narcóticas cabezas.
-¿Quieres que te lleve yo la maleta, encanto?- bromeé. Me tiraron al suelo y me la arrebataron. Era evidente que sospechaban que el dinero estaba en su interior.
La dejaron en el centro del salón, junto a la chimenea. A su alrededor se sentaron los seis Sousa que aún sobreviven. Ataron mis manos con un pañuelo de tela. Comenzaron a hablar de venganza, no sabían qué hacer conmigo. Era mi oportunidad de acabar con todos esos parásitos de una maldita vez, sólo así recibiría mi premio. Sin perder un segundo más, Xosé me bajó al sótano. Al parecer, se desharían de mi cuerpo en la Ría, al amanecer, cuando los pescadores salieran a faenar. Me encontraba en un edificio anexo, a escasos metros de la casa, con un detonador en el culo, maniatado en una esquina y rodeado de basura. Empecé a sonreír mientras expulsaba con dolor el tapón oculto en mi recto.
-Ni te muevas, cabrón. En unas horas tú y yo nos vamos a pescar. Tú haces de cebo y yo de pescador, ¿qué te parece? Eso fue lo que intentaste hacer conmigo. Nunca encontraron el cuerpo de mis hermanos, así que el tuyo seguro que tampoco.
Me escupió y se fue sin cerrar siquiera la puerta del sótano. Por fin tenía el tapón en mis manos. Tenía que pulsar simultáneamente las dos pestañas de cobre que coloqué bajo un plástico protector. No tenía tiempo, podían abrir la maleta en cualquier momento. Había llegado el momento de poner fin a mi dramática situación.
Un pitido ensordecedor me aisló del mundo. Con los escombros, rompí la tela que me ataba. Todo se había venido abajo. Me subí en el único vehículo que tenía las llaves puestas. Era el biplaza, ahora cubierto de polvo; escapé desnudo del lugar de los hechos. La intensa luz del alba de aquel sábado sangriento me impidió contemplar la masacre que había provocado, cegando así toda posibilidad de arrepentimiento. Pise a fondo el acelerador, dejando atrás una estela de polvo que emanaba de la carrocería.
Todos hemos diseñado alguna vez un plan B. El mío se encontraba en la maleta: un chorizo de auténtica Goma2-eco, un metro de cordón detonante y la chispa del caos en el interior de un tapón de agua mineral. No es difícil conseguir tal material cuando se tiene contactos en la benemérita y en algún que otro polvorín. María murió en la explosión, junto a Uxía, Anxo, el jodido Xose, Xoan y el imbécil de Antón. La mansión se desplomó, sepultando consigo al clan que la edificó tras dos décadas monopolizando el narcotráfico en el Atlántico. Misión cumplida: la operación había sido un éxito.
Mi plan frustrado, mi plan A, consistía en seducir a María Sousa, asfixiarla, y prenderle fuego al piso. Por eso me excité al ver el mechero, más aún cuando la bolsa de marihuana atravesó mi retina: gas butano y el encendedor de su drogada fumadora como causa perfecta de muerte accidental. Sin embargo, el clan ya me esperaba dentro del piso para acabar conmigo.
La persona que me hizo el encargo era, ni más ni menos, que la más notable figura del panorama político del país. Mi jefe, torturado hasta la muerte por el clan, uno de sus innumerables asesores. Mi premio, un cargo vitalicio en una entidad bancaria. Los Sousa se habían convertido en un obstáculo para el negocio de importación de narcóticos con la que el gobierno había llegado a un acuerdo anegado de ocultismo. Hablamos de miles de millones de euros, a cambio de la vida de diez culpables y cientos de miles de inocentes enganchados. Me obligaron a matar a la mitad del clan para recibir mi trofeo. Pero los de traje y corbata me lanzaron un ultimátum: o morían todos, o acababan con mi prometedor futuro. En la primera operación maté a cuatro miembros con mis propias manos, los hice pedazos, y los abandoné a una milla de la costa. Sus restos aparecieron dos días después en una cala cercana a Moaña: no se realizó investigación alguna. Xose “O Boi” consiguió escapar malherido antes de que acabara con él. Sabía perfectamente quién era yo, sabía además quién movía los hilos de esta operación. Jamás hablaría, los cuerpos de seguridad comían de la mano del alto mandatario: sería encerrado una larga temporada en A Lama antes de que pudiera delatarnos. Mi jefe decidió que las muertes debían ser tan rápidas y tan consecutivas como el choque de las fichas del domino cuando forman filas. La próxima ficha sería María, la más débil, y tras ella, caería la otra mitad del clan. La muy puta me reconoció cuando me lanzó aquella moneda de cinco céntimos, a la puerta del supermercado. Cinco eran los hermanos contra los atenté en aquella ocasión: todo empezaba a encajar. La autopsia de la muerte de mi jefe, el asesor político, se filtró a los medios de comunicación: un suicidio por motivos sentimentales. También lograron silenciar la verdadera causa de la explosión que acabó con el clan: la mansión se desplomó debido a una mala instalación del gas natural. Para bien o para mal, nadie sabría jamás la verdad sobre este turbio asunto.
Muchos se estarán preguntando que quién soy yo. A mí me encantan las adivinanzas. Veamos, no me considero un psicópata, tampoco un sicario, ni siquiera un tipo afortunado. Nunca he estado en prisión, y jamás he matado a nadie que no lleve por apellido Sousa. Tengo tres hijos, fruto de un matrimonio de más de quince años. Familia de perdedores, y yo, un triunfador en los negocios. No tuve un traje hasta los treinta, mi traje, ese que llevaba siempre conmigo. Mis dos hermanas perdieron la vida por sobredosis hace ya dos décadas, en cambio yo, jamás he sentido la necesidad de consumir drogas. Ejercí como reponedor para pagar mis estudios y, actualmente, soy consejero de la entidad bancaria más grande del lugar. O aniquilaba a esos malnacidos, o mi empresa sería sustituida por unos establecimientos de origen alemán en toda la región. Eso me dijeron los cobardes de traje y corbata. ¿Quién era yo? El dueño de la cadena de supermercados que actuó como trampa mortal para María Sousa.
Mi libertad en los últimos veinte años pone de manifiesto que nada de esto parece haber tenido lugar. La justicia no es justa y los poderosos son intocables. Creo que a la sociedad no le importa la cruda realidad, salvo cuando se interpone entre el fútbol y sus vidas. Sé que esta noche han vuelto a obligar a matar. Sé que al alba volverá a salir el sol. Afortunadamente, mañana estaré bajo tierra. La sangre abandonará mi cuerpo y mis lágrimas se lanzarán al vacío. El suicidio de un triste y ambicioso divorciado, eso es todo. Al menos, hasta que alguien lea esta confesión.
Lo siento mucho, pronto volverá a ocurrir.
26 de Junio de 2023.