Lectura El astrónomo desilusionado.

  1. #1
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    El astrónomo desilusionado.

    Monte Wilson, 11 de julio.

    Había subido hasta este observatorio, que posee el telescopio más poderoso de todo el mundo, para obtener las últimas noticias sobre el universo, de labios de un astrónomo que, en tiempos pasados, hizo sus estudios pagándole yo todos los gastos. No le había advertido mi llegada y no lo hallé. Pero, en cambio, pude hablar con su asistente, el doctor Alf Wilkovitz, un joven polaco de origen, que hasta me pareció demasiado inteligente para el puesto subalterno que ocupa.

    Por ejemplo, ayer por la noche, mientras fumábamos y bebíamos en una de las terrazas del observatorio, bajo un cielo densamente poblado de estrellas como pocas veces se le suele ver. Alf Wilkovitz comenzó a hablar de improviso diciendo con voz cambiada:

    —Mister Gog, siento la necesidad de confesarle algo que hasta ahora no he confiado ni siquiera a mis maestros. Pienso que usted me comprenderá mejor que ellos.

    »Hasta hace algunos años la astronomía me parecía la más divina de las ciencias, fue mi primer amor intelectual, apasionado y fuerte. Hoy en día, después de haber conocido más de cerca el cielo, me siento perplejo, turbado, dudoso, a veces hasta atemorizado. La astronomía me ha desilusionado. Compréndame bien: la astronomía, como ciencia exacta, es uno de los más maravillosos edificios levantados por la mente humana en los últimos siglos, pero, en cambio, me ha desilusionado su objeto: el universo sideral.

    »Procedo de una familia religiosa, y desde la niñez resonó en mi alma el famoso versículo: «Los cielos cantan la Gloria de Dios». Pero, ahora que conozco mejor el cielo, que conozco de cerca a sus ocupantes y sus lugares, me parece que he sido traicionado. Me había imaginado al firmamento como una arquitectura inmutable y racional, completamente diversa del caos terrestre, como una esfera casi divina muy por encima de este planeta demasiado humano, y... en cambio...».

    Alf Wilkovitz arrojó con rabia el cigarrillo encendido un momento antes y levantó su mano hacia el cielo estrellado.

    —¿Qué sucede allá arriba?, esto: innumerables e inmensos fuegos huyen y se consumen. ¿Por qué huyen?, ¿adónde huyen? Estamos acostumbrados a las rotaciones regulares de nuestros planetitas alrededor de esa estrella mediana que es el sol. Pero la mayor parte de los astros huyen vertiginosamente, tanto las nebulosas como las estrellas adultas, y no sabemos a dónde y no sabemos por qué. Nuestras mediciones son ridículamente pobres, nuestros más poderosos telescopios se pueden parangonar a los ojos de un insecto que observaran fijamente las excelsas quebradas del Himalaya; el cielo que vemos no es el de hoy, el de este momento; en algunas partes es el cielo de hace varios siglos, en otras partes es el cielo de hace milenios. Parece que las nebulosas más lejanas se esfuerzan por alejarse cada vez más de la Vía Láctea, pero jamás sabremos por qué huyen y a dónde van.

    »Los astros huyen como desesperados perseguidos, y al huir se convierten en fuego, es decir, se destruyen. Sus átomos se disgregan por millones cada vez, produciendo luz y calor, pero, ¿qué es lo que se ilumina con esa luz?, ¿quién es calentado con ese calor?, ¿tal vez se disuelven con tan loca prodigalidad a fin de que nuestras noches sean iluminadas con una pálida palpitación? Sería tonta soberbia pensar así, e inconcebible locura el gasto gigantesco hecho para lograr un efecto tan ínfimo. Los abismos siderales son tan enormes que ni siquiera esa gigantesca convulsión calorífera puede elevar mucho su temperatura.

    »Y sin embargo, millones de nebulosas, millares y millares de estrellas, desde hace siglos de siglos no hacen más que huir y destruirse, sin una razón imaginable. El derroche de luz y calor que se hace a cada instante en los inconmensurables golfos del firmamento, supera a toda posibilidad de cálculo y de fantasía.

    »¿Es posible que una Inteligencia superior y perfecta haya querido esa dilapidación enorme, perenne y completamente inútil? ¿Para qué sirven esos innumerables y pavorosamente grandes fuegos huidizos, que continuamente nacen y arden, destinados a consumirse vanamente aun cuando demoren millones de años? Ante ese pensamiento la mente humana se confunde, aterrorizada ante ese espectáculo absurdo. Algo semejante sucedería si los hombres iluminaran todas las noches, con millones de lámparas y reflectores, el desierto del Sahara o los océanos árticos, lugares donde nadie habita y por donde nadie anda.

    »Pero esto no es todo. Hay en el cielo otros misterios que ningún entendimiento terreno podrá desvelar. Durante un tiempo se acostumbró imaginar al cielo como la sede y el espejo de la eternidad: otra ilusión y otra desilusión. Las investigaciones de la astronomía moderna han demostrado que también la ciudad estelar está hecha, de úteros y de cadáveres, de infantes y de moribundos. Las gigantescas nebulosas en espiral son las matrices o las placentas de nuevas estrellas. Pero esos fuegos suicidas no son eternos: crecen, se dilatan, resplandecen con luz azul y clara en los vigores de la juventud, y después, poco a poco se empobrecen, adquieren color amarillento oro, luego el color de las brasas v finalmente se convierten en cuerpos negros e invisibles, en tenebrosos espectros de muertos que deambulan en los tenebrosos ataúdes del infinito. El cielo es una infinita incubadora de infantes, pero es también un infinito cementerio de muertos. La ley del nacimiento, el crecimiento y la decadencia, que se creía propia de la efímera vida terrestre, es la ley que reina también en lo alto del cielo. Lo que se dijo acerca de los seres humanos: similares a hojas que se desarrollan frescas en la primavera y caen marchitas en el otoño, es también verdad para las estrellas. Esos inútiles fuegos fugaces son, al igual que los hombres, mortales, tan sólo hay una diferencia: que los hombres viven por espacio de millones de segundos, y los astros viven millones de años, pero, respecto de la eternidad, ¿hay en ello alguna diferencia?».

    »Comprenderá usted ahora mi extravío y mi angustia. Donde creía hallar la perfección sublime de lo racional no he hallado más que un desgaste inútil, una prodigalidad alocada, un movimiento y una destrucción sin objetivo y sin razón. Donde creía hallar finalmente la majestad de lo inmutable y de lo incorruptible he hallado las habituales alternativas de lo pasajero y lo transitorio, del nacimiento trabajoso, de la juventud malgastada, de la decadencia senil y de la muerte inevitable. En cuanto regrese mi maestro abandonaré el observatorio y la astronomía. Al igual que los demás hombres me contentaré con ser un pobre insecto hambriento que se mueve entre las hojas de hierba de los prados terrestres».

    Así me habló el joven Alf Wilkovitz; se notaba en su voz el temblor de la ira y en sus ojos se traslucía ese húmedo brillo que se asemeja al llanto.

  2. #2
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    La náusea aquí. La náusea allí.

  3. #3
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    Supe que en esta ciudad rige una costumbre que no se conoce en ningún otro lugar de la tierra, costumbre que vale la pena consignar aquí.

    Todos los condenados a muerte de las provincias cercanas, son enviados y reunidos en Tung—Kwang, donde hay una prisión bastante grande, una de las más modernas de China. Mas las ejecuciones capitales no son hechas por verdugos profesionales, sino por ciudadanos privados que no sólo se ofrecen voluntariamente para ese trabajo de alta justicia, sino que además pagan una suma bastante elevada para obtener el placer y el honor de ejecutar las sentencias con sus propias manos.

    Estas ejecuciones se realizan en días fijos, tres veces a la semana, pero con sistemas diversos. Los lunes están reservados a la muerte por la horca; los miércoles a los fusilamientos y los viernes a la silla eléctrica. Hay personas que prefieren uno u otro de esos sistemas, pero tampoco faltan los que quieren probar ya uno, ya otro método de quitar la vida a los delincuentes.

    En estos tiempos de perturbaciones y guerras civiles las condenas a muerte son numerosas, y cada semana afluyen a Tung—Kwang verdaderas caravana de rebeldes, ladrones, traidores, desertores y prevaricadores públicos. Me han asegurado que llegan a la ciudad por lo menos treinta condenados por día. El verdugo jefe, a quien corresponde asignar las clases de ajusticiamiento, los divide en tres grupos: los condenados políticos son reservados al fusilamiento; los ladrones y bandoleros a la horca, y el resto de los delincuentes menores a la silla eléctrica, considerada el método menos doloroso.

    Los ciudadanos que desean ejercitar el oficio de verdugo voluntario, deben inscribirse una semana antes y pagar los derechos determinados por la ley. Los postulantes abundan, más de lo necesario, tanto es así que delante de la puerta del jefe de verdugos siempre hay cola, y los retrasados deben esperar hasta dos y tres semanas para poder hacer ejecuciones. He podido observar que esos verdugos voluntarios son hombres de todas las edades y condiciones sociales; me han hecho saber que los pobres echan mano a préstamos gravosos a fin de procurarse la suma requerida, bastante elevada. También se admite a las mujeres con tal que hayan alcanzado la edad de veinte años y sean robustas, y me dicen que frecuentemente son ellas más entusiastas y capaces que los hombres.

    Pregunté a un viejo literato que sabe inglés y que dice ser taoísta, cuáles eran las razones de tan singular costumbre, y me respondió:

    —Se trata de una sabia estratagema ideada por nuestro gobernador para mejorar la moralidad pública. Usted sabe que en nuestro pueblo está muy difundida y arraigada profundamente, la necesidad de matar. Según la doctrina de Tao, los instintos demasiado reprimidos acaban por vengarse, y así hemos hallado el secreto para encauzar, por lo menos en parte, esa manía homicida, que se satisface así periódicamente sin daño de los inocentes y sin los temores y remordimientos de los asesinatos clandestinos. Los hombres y mujeres que experimentan con más fuerza esa necesidad de matar, tan común en nuestra naturaleza, pueden satisfacerla impunemente, y en lugar de matar arbitrariamente, según los caprichos del odio personal, brindan su trabajo para obtener la supresión de seres malvados que merecen la muerte por sus desenfrenados delitos. Así hemos abierto una legítima vía de escape que no daña a nadie, y, además, es muy útil para la comunidad.

    Le hice observar que, si esa cura lograra plenamente sus efectos, gradualmente disminuirían los verdaderos asesinos, con lo cual también sería menor el número de las condenas a muerte. Esta objeción no conmovió lo más mínimo al literato.

    —Nosotros condenamos a muerte no sólo a los asesinos, sino también a los ladrones, a los revoltosos, a los violadores de mujeres y a los sacrílegos; gente de esa especie siempre habrá en abundancia. Y nada impide cambiar los códigos de modo que se pueda aplicar condena capital incluso por delitos que hoy son castigados únicamente con la cárcel. Finalmente, piense en los beneficios que obtiene el erario; con dicho sistema el gobierno no sólo ahorra el salario que correspondería a los verdugos de carrera, sino que, con las condenas a muerte, obtiene una entrada bastante voluminosa.

    La pasión de los ciudadanos de todas las clases sociales por esas macabras prestaciones de servicios por las que se paga, es tan popular y poderosa, que un diario de Tung—Kwang está realizando una campaña contra los jueces acusándolos de indulgencia exagerada y de venalidad desenmascarada. Según parece los jueces no dictan suficientes condenas a muerte, con el resultado de que muchos amantes del arte del verdugo no puedan comprar con la necesaria frecuencia el derecho a matar legalmente a sus prójimos.

  4. #4
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    He aquí lo que me contó ayer por la noche un viejo Veda, de barba corta, mendigo, charlatán, quien, según él mismo lo afirma, ha recorrido todos los países del Asia Central:

    »El ejército del Sultán Baadur dejó sus campamentos del Valle Negro hacia fines de marzo. Era un ejército inmenso, marchaba destinado a conquistar Cachemira, pero era completamente diverso de los que hasta ese día se habían enfrentado y combatido. En realidad de verdad, no se parecía a ningún ejército de los reinos e imperios de los hombres.

    »El Sultán Baadur, convertido a las doctrinas del Profeta Muni, pensaba que la guerra no condice con la dignidad de nuestra especie, creada por los dioses tan por encima de las demás especies. Decía Baadur el Sabio que los hombres tienen misiones y oficios mucho más elevados que quitar la vida a sus semejantes. Morder, despedazar, estrangular, envenenar, son operaciones que corresponden mejor a la mayor parte de los animales, a quienes fueron dadas armas naturales aptas: cuernos, dientes, garras, vesículas con veneno. Y el Sultán Baadur, ¡glorificado sea su nombre!, fue el primer príncipe que formó un gran ejército compuesto por animales amaestrados para la guerra.

    »El ejército, que en una mañana de marzo salió del Valle Negro, llevaba como vanguardia una manada de lobos hambrientos; seguía a éstos una legión de leopardos atraillados, una tropa de osos velludos y feroces, un lote de toros salvajes, un apretado regimiento de fieros leones y finalmente, una larga hilera de grandes elefantes, destinados los últimos a pisotear y deshacer a los enemigos que las bestias precedentes hubieran herido sin llegar a matar.

    »Para guiar y vigilar a esas manadas de bestias, aun cuando ya estuvieran domadas y adiestradas para prestar servicios de guerra, era necesario contar con un cierto número de hombres. Mas, el prudente Baadur no había querido que para ese peligroso y desagradable oficio fueran llamados hombres libres e inocentes. Había hecho salir de las cárceles a todos los condenados por homicidio o intento de homicidio que eran huéspedes de las prisiones de su reino, concediéndoles gracia y libertad con la condición de que amaestraran a las fieras en el arte de la guerra y las condujeran contra el enemigo. Mas prohibió que esos hombres participaran en los combates: tan sólo debían vigilar y azuzar a los animales puestos a sus órdenes. Afirmaba Baadur que ni siquiera a los asesinos se les debía permitir dar la muerte.

    »Algunos de esos hombres conducían, en carros tirados por mulas, muchos halcones con capuchón, los que en el momento de la batalla serían liberados de los capuchones y, de acuerdo a la enseñanza recibida, se lanzarían contra los enemigos arrancándoles los ojos. Otros delincuentes indultados guardaban en amplias canastas cerradas serpientes que, en el momento oportuno, serían arrojadas en medio del ejército enemigo, esparciendo la muerte a su alrededor.

    »Así estaba formado y ordenado el ejército que el poderoso Sultán Baadur, amigo de los hombres, hizo partir una mañana de marzo desde el Valle Negro. Y el ejército marchó por montes y bosques, durante días 57 días, S, todos los seres vivientes se alejaban de su camino apenas oían el aullido de los lobos, el rugido de los leones, el bramido de los osos, el mugido de los toros y los clamores de los elefantes. Y el ejército de las fieras entró en Cachemira y fue lanzado contra los aterrorizados defensores, hombres simples y débiles armados con lanzas y flechas. La furibunda tropa de los animales famélicos anonadó, trastornó y devoró al poderoso ejército del rey de Cachemira. Pero cuando los infelices guerreros humanos estuvieron todos muertos o dispersos, sucedió algo horrible, sucedió lo que el sabio Baadur no había previsto: las fieras, cebadas y ebrias de sangre y de exterminio, no obedecían más las órdenes y amenazas de sus guardianes. Estos, profiriendo voces espantosas, repartiendo latigazos, dando golpes con mazas de hierro y punzando con lanzas, intentaban reducir y alinear a sus animales, pero, ¡todo era en vano! Ni siquiera los halcones querían volver a sus refugios, ni las serpientes oían los tañidos de flauta de los encantadores. Más aún, se desató otra espantosa carnicería: las hordas desencadenadas de las fieras, como enloquecidas por la libertad y el tumulto, se lanzaron contra los malhadados domadores y conductores y en poco tiempo los deshicieron hasta el último. Finalmente, una vez ahítas, se diseminaron y escondieron en la interminable selva.

    »Así terminó la veloz conquista de Cachemira, así concluyó el ejército ferino del Sabio Baadur, del Gran Sultán que no quería enviar a los hombres para que mataran a los hombres».

    Escuché en silencio, con la gravedad que se estila en estos países orientales, la historia del viejo Veda. Pero en mi interior no podía contener una risa invisible y prolongada. O el viejo de la barba corta había inventado enteramente el relato, o el sabio Baadur había sido el más loco de todos los sultanes.

  5. #5
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    —Señor, ¿pertenece usted al partido de los vivos o al de los muertos?

    Así me interpeló anoche el joven vestido de negro que se sentaba a mi lado en la desierta sala del Bar de la Revolución.

    No le respondí y lo miré fijamente; hasta ese momento no había reparado en su presencia: su rostro era alargado como el de algunas figuras del Greco, era moreno y delgado, tenía bigotes negros bien recortados, unos ojos vivaces de gato salvaje a la espera de saltar sobre su presa. Tenía algo de bandido y de poeta, algunos de sus rasgos hacían pensar en antepasados indios.

    Pensé primeramente que mi interpelante habría bebido excesivamente, y recordé que con los borrachos conviene ser sincero, por lo cual le respondí que no comprendía bien su pregunta.

    —Usted es viejo—afirmó desdeñosamente el desconocido joven, y debería saber mejor que yo que los muertos perjudican y subyugan de mil maneras a los vivos. Los muertos, muertos están sin duda, pero son infinitamente más numerosos que los vivos, y en todas las guerras triunfa en definitiva la superioridad en número; además, los muertos no tienen nada que perder y están seguros de su inmunidad y de su impunidad; son prepotentes, maliciosos, malignos, ¡pobre de quien no sabe defenderse de los muertos! Siempre llevamos la peor parte; ¿recuerda la vieja frase francesa? Le mort saisit le vif. Tienen un poderoso aliado: el miedo y la superstición de los vivos. ¿Sigue mis explicaciones?

    —Sigo sus palabras, pero aún no comprendo bien qué es lo que quiere demostrar y a dónde quiere llegar.

    —¿No es usted el famoso mister Gog? Me habían dicho que no sólo era un hombre rico, sino también — excepción muy rara entre los potentados del dinero, que además era inteligente. Tal vez me han informado mal, y ahora le pido disculpas por haber expuesto razonamientos que trascienden su inteligencia de simple propietario de dólares.

    —Tenga un poco de paciencia, amigo. Quizá logre comprender si tiene la cortesía de añadir alguna dilucidación concreta. Me atraen todas las ideas, ninguna me espanta.

    —Le dedicaré entonces diez minutos más, y no más de diez minutos porque no tengo tiempo para desperdiciar. Así pues, le diré que quiero proclamar y conducir la revolución más formidable que se ha visto sobre la tierra desde el Diluvio Universal: la revolución de los vivos contra los muertos. Creemos ingenuamente que los muertos no existen, siendo así que durante siglos usurpan nuestro espacio y nuestro tiempo, dominan nuestro pensamiento, nos oprimen con sus fantasmas y con sus antojos. Los muertos son señores y dueños de los vivos. Es necesario concluir de una vez con esta engañosa y perpetua esclavitud.

    »Fíjese en nuestras escuelas: gran parte del tiempo de enseñanza se emplea para explicar y aprender las vicisitudes, aventuras, vergüenzas y teorías acerca de los muertos. La historia, ese ídolo de la gente moderna, no es más que un interminable y aburrido Libro de los Muertos.

    »En política debemos obedecer constituciones, leyes, costumbres y fórmulas que, en grandísima proporción, son obras elaboradas con el pensamiento de personas muertas. En la vida privada nos vemos obligados a obedecer las llamadas «últimas voluntades» de los muertos, sus quirógrafos, sus testamentos espirituales y no espirituales. En los países católicos se recurre diariamente a los sacerdotes para oficiar ceremonias con el objeto de lograr la salvación eterna de los muertos. Nuestros museos están llenos de obras de muertos célebres que, con el prestigio de su antigüedad, impresionan a los jóvenes, desvigorizan los ingenios y obstaculizan cuanto pueden el surgimiento de novedades. Muchos de los artistas se ven atados aún ahora a los cánones de la escultura griega de veinticinco siglos atrás y a los preceptos de los pintores muertos Mace quinientos años.

    »En nuestras plazas se pavonean difuntos famosos, ya sea a caballo y con el sable desenvainado en alto, amenazando, ya sentados como pensadores, vestidos con ropas pasadas de moda.

    »En todos los países del mundo hay millares de imbéciles: espiritistas, magos, metafísicos, que pretenden evocar a los muertos o, por lo menos, trabar con ellos alguna relación misteriosa.

    »Finalmente, los muertos ocupan una grandísima extensión de la superficie terrestre. Los cementerios, que cada día se multiplican y se amplían, son una creciente amenaza de carestía y de hambre. Aumenta la población, y al mismo tiempo las áreas cultivables, aptas para proporcionar alimento a los vivientes, se convierten en «lugares para el último descanso de los muertos». Si en los milenios pasados no se hubiera destruido a las necrópolis, hoy en día no habría ni una hectárea de terreno para sembrar trigo. Hay en la tierra demasiadas tumbas, demasiados sepulcros, túmulos, campos santos, capillas funerarias, etc. ¡O matamos por segunda vez a los muertos o éstos nos harán morir, dentro de poco, como a perros hambrientos!

    »Supongo que ahora habrá comprendido la necesidad, más aún, la urgencia de la revolución que quiero promover. Es preciso cambiar, y en el menor tiempo posible, el estado actual de esas cosas: el dominio de los fallecidos sobre los vivientes. Ya he elegido la palabra de orden: ¡Muerte a los muertos!, ¡vivan los vivos!

    »¿Quiere ayudarme con su dinero? Se precisan grandes sumas: para la propaganda de la idea, para la destrucción de los monumentos y de los cementerios, para la violenta supresión de todos los traidores partidarios y cómplices de los muertos. ¿Qué quiere ser usted?, ¿una de nuestras columnas o una de nuestras víctimas?».

    —Finalmente—le respondí, he podido comprender perfectamente el sentido y la finalidad de sus razonamientos. Me ha persuadido de que los muertos son más poderosos que los vivos, y consiguientemente, como ya soy viejo, cosa que usted ha hecho observar gentilmente, prefiero pertenecer al partido de los más fuertes.

    El joven vestido de negro permaneció un momento sin saber qué decir, y, yo aproveché su confusión para salir del bar y subir prestamente en el automóvil que me estaba esperando afuera.

  6. #6
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    No pude permanecer más de veinticuatro horas en esta singularísima ciudad, donde todos los extranjeros son considerados espías enemigos. Un enviado del rey me acompañó sin dejarme un solo momento, ni siquiera durante las horas del sueño. En cuanto pude captar, los habitantes están divididos en seis castas, cada una de las cuales tiene un color determinado. Los sacerdotes deben vestir enteramente de blanco, los conductores del pueblo de rojo, los ricos y los comerciantes de amarillo, los maestros y los artistas de verde, los servidores y esclavos de negro. Las mujeres, de cualquier condición o estado que sean, visten de violeta hasta los cuarenta años, y después de castaño.

    Todo el que viola esas normas es desnudado y expuesto como vino al mundo en una jaula de hierro situada en la plaza mayor de la ciudad. Todo ciudadano, sea hombre o mujer, debe llevar en el pecho un trozo de género en forma rectangular donde está escrito con caracteres bien marcados su nombre y apellido, su dirección y la fecha de nacimiento. Así pues, con una ojeada a la ropa y al cartelito, cualquiera puede saber la casta, el nombre y la edad del que pasa a su lado, del que está sentado junto a sí, del que entra en una oficina o en un comercio. Nadie
    puede ocultar sus datos, el incógnito es juzgado como actitud culpable.

    El gobierno de Ascenzia es una democracia pura, pero de una forma completamente diversa de las demás. Los nombres de los ciudadanos cuya edad oscila entre los veinticinco y los sesenta y cinco años, son insaculados en grandes urnas. Cada siete días un niño extrae un nombre, y el así designado por la suerte será rey de la ciudad durante una semana. Con el mismo sistema se extraen cien nombres más, y los agraciados desempeñan durante el mismo período de tiempo el oficio de parlamentarios.

    Pedí explicaciones al hombre que me acompañaba acerca de tan absurdo método; me respondió que, como lo habían notado sus antepasados, en las democracias todos aspiraban a mandar y gobernar. Con el sistema elegido por ellos tal deseo era satisfecho con más generosidad que en otras partes, pues al cabo de un año eran más de cinco mil los ciudadanos que habían participado directamente en el gobierno de la ciudad. De ese modo, además, se evitaban los peligros de las camarillas y patrocinios, tan funestos para la libertad cuando el que gobierna permanece durante mucho tiempo en el poder.

    Le hice notar que en esa forma se suprimía lo que se llama en otras partes «elección», o sea, escoger a los mejores. Mi guía no se inmutó lo más mínimo por tan ingenua crítica, y me replicó

    —Debería saber usted que en las repúblicas, los hombres más inteligentes y honrados, procediendo por instinto y por autodefensa, rehúyen ocuparse en la vida política, la que es tenida por ellos como basta e infecta, de modo que los electores se ven forzados a elegir entre las personas menos geniales y menos íntegras. En cambio, con nuestro sistema nadie puede rehuir el sacrosanto deber de guiar por turno la cosa pública, y frecuentemente sucede que son señalados por la suerte hombres estimados por su ingenio y sus virtudes, cosa que casi nunca sucede en las demás repúblicas. Al mismo tiempo se ahorra el gasto desenfrenado de mentiras y de dinero que se hace en las elecciones comunes.

    —Pero, ¿no es demasiado breve el período del mandato?

    —También esta costumbre nuestra tiene sus ventajas. En caso de que los designados por el sorteo sean imbéciles o malvados, poco es el daño que pueden hacer en el breve lapso de siete días; en cambio, si son personas rectas e inteligentes, la misma brevedad del tiempo acordado les estimula a proceder prestamente, a efectuar sin demora lo que consideran útil para el bien común.

    Ese sistema de gobierno, aun siendo tan extraño, es superado en singularidad por la religión dominante en Ascenzia. Casi todos los habitantes siguen la antigua doctrina de Zaratustra, por lo cual creen en una divinidad creadora y bondadosa que lucha contra otra divinidad destructora y pésima. Mas, de esa doctrina sus seguidores deducen una consecuencia increíble y jamás pensada: su culto, las oraciones, ritos y sacrificios, son tributados únicamente a la divinidad mala, o sea al Diablo. Todos los santuarios están consagrados al Demonio, todos los sacerdotes están al servicio de Satanás. Las razones con que justifican tan diabólica adoración merecen ser consignadas, aun cuando tengan sabor a paradojas infernales. Afirman sus teólogos que Dios es un padre amoroso, y por su naturaleza eterna no puede menos que amar y perdonar. No tiene necesidad de ofrendas ni de oraciones, sabe mejor que nosotros lo que se precisa cada día y no puede menos que proteger a sus hijos. El Dios malo, por el contrario, necesita ser adulado, propiciado, implorado, a fin de que no se ensañe contra nosotros. Se dedican ofrendas y tributos a los monstruos con la esperanza de que no se ensañen contra nosotros. Pues tal cosa es la que hacemos con el demonio. El mayor pecado del diablo es la soberbia, y por lo tanto nuestro culto exclusivo hacia él, nuestras alabanzas a su poder, nuestra perenne y humilde veneración logran halagarlo, dulcificarlo, ablandarlo, de tal manera que sus venganzas nos alcanzan mucho menos que a otros pueblos. El Dios Bueno, en su bondad infinita tiene compasión de nuestro miedo y debilidad, y sabe perfectamente que, aun cuando el culto externo sea para el Demonio, nuestro amor interno es para Él.

    El delegado del rey, que me hizo saber todas estas cosas, no me dejó entrar en ningún templo de la ciudad, aun cuando le ofrecí una gruesa suma de oro para que me lo permitiese.

    Me fui de Ascenzia lleno de estupor y asaltado por la curiosidad.

  7. #7
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    Fui ayer a la Plaza de Toros, y un amigo español que me acompañaba me presentó a un joven de aspecto genial y viril que se llamaba García Lorca, y es ya famoso aquí y en América como poeta y pintor. Me causó una bellísima impresión, incluso por su orgulloso ánimo salvaje, y concluida la corrida fuimos los tres al Café del Pombo. Como sucede frecuentemente en este país, la conversación versó acerca de la tauromaquia, y quise saber de labios de García Lorca qué pensaba de los extranjeros dispuestos a ver en ese juego sangriento una prueba de crueldad del
    pueblo español, y el joven poeta me respondió

    —No todos los extranjeros son tan imbéciles, pero la mayoría de los que vienen son simultáneamente atraídos y asqueados por el espectáculo de nuestras corridas. Esto depende en gran parte de que son viajeros filisteos, y aun cuando sean personas cultas carecen de verdadero espíritu poético. Estoy escribiendo un poema sobre Ignacio Sánchez Mejías, uno de nuestros toreros más famosos, y espero hacer comprender la belleza heroica, pagana, popular y mística que hay en la lucha entre el hombre y el toro. Pero creo que nadie ha sabido explicar a los extranjeros el contenido profundo, sublime, y hasta diré casi sobrehumano, del sacrificio taurino.

    »La corrida, en sí, a pesar de sus acompañamientos acrobáticos y espectaculares, es en realidad un misterio religioso, un rito sacro. Con sus acompañantes o acólitos, el torero es una especie de sacerdote de los tiempos precristianos, pero al que el Cristianismo no puede condenar. ¿Qué es lo que representa el toro en la conciencia de los hombres?, la energía primitiva y salvaje, y al mismo tiempo la ultrapotencia fecundadora. Es el bruto con toda su potencia oscura; el macho con toda su fuerza sexual.

    »Pero el hombre, si quiere ser verdaderamente hombre, debe disciplinar y conducir la fuerza con la inteligencia, debe ennoblecer y sublimar el sexo con el amor. Le corresponde matar en sí mismo la animalidad primigenia, vencer el porcentaje de bruto que hay en él. Su antagonista más evidente en su voluntad de purificación, es el toro. El hombre debe matar los elementos taurinos que hay en él: la adoración de la fuerza muscular agresiva y de la fuerza erótica, igualmente agresiva.

    »La corrida es la representación pública y solemne de esa victoria de la virtud humana sobre el instinto bestial. El torero, con su inteligencia pronta y despierta, con la ligereza de los movimientos rápidos y elegantes de su cuerpo, supera, vence y da por tierra con la masa membruda, ciega y violenta del toro. La victoria sobre la bestia sensual y feroz es la proyección visible de una victoria interior. Por lo tanto, la corrida es el símbolo pintoresco y agonístico de la superioridad del espíritu sobre la materia, de la inteligencia sobre el instinto, del héroe sonriente sobre el monstruo espumajeante o si prefiere, del sabio Ulises sobre el cruel Cíclope. Así pues, el torero es el ministro cruento en una ceremonia de fondo espiritual, su espada no es otra que el descendiente supérstite del cuchillo sacrificial que utilizaban los antiguos sacerdotes. Y así como también el Cristianismo enseña a los hombres a liberarse de las sobrevivencias bestiales que hay en nosotros, nada hay de extraño que un pueblo católico como el nuestro concurra a este juego sacro, aun cuando no comprenda con claridad la íntima significación espiritual del mismo. Se podría recordar también que el rito inicial del antiguo culto de Mitra, aquella religión que en un cierto momento amenazó el triunfo del Cristianismo, consistía en el sacrificio del toro: el taurobolio. Si los humanitarios y puritanos extranjeros, que habitualmente están dotados de inteligencia más bien estrecha, fueran capaces de profundizar el verdadero secreto de la tauromaquia, juzgarían de una manera muy diversa a nuestras corridas».

    El amigo español se levantó y abrazó a García Lorca. También yo, aun cuando no diera muestras externas de entusiasmo tan expresivas, reconocí que su ingeniosa y paradojal teoría era merecedora de una atenta meditación.

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