Lectura No tengo palabras

Se me acaban. Son un bien escaso. Pero tengo la urgencia.

La urgencia de sacar todo el lodo encerrado que me presiona el pecho, que me provoca nauseas y me hace esputar sangre: sangre y polvo que es lodo.

La urgencia de coger a alguien de los hombros y sacudirle, y gritarle, coger su mano y llevarla a mi mejilla, que palpe el frio gélido, que me de una puta explicación.

Realmente hay algo que salió terriblemente mal, de alguna manera, del caos en el azar surgio una medida de orden, un orden frágil, mezquino y brutal. Misterioso y callado.

Pero por encima de todo, un orden que no es otra cosa que es pura belleza. Dábamos testimonio de dicha belleza y la protegíamos con el vértigo y el lodo impuesto de lo existente.

En algún momento del siglo XX, alguien decidió que el corazón del ser humano no era lo suficientemente grande para soportar ese vértigo. Decidimos procesarlo, sintetizarlo y destilarlo.

Somos cristales. pura aleatoriedad ordenada. Envenados de civilización. Identidades quebradas, fragmentadas y discontinuas. Mutiladas por un robot en nuestro nombre para poder soportar el vértigo.

Belleza muerta, es lo que queda. La imagen disecada de un antiguo animal salvaje, tiempo atrás libre. Radicalmente libre. Radicalmente vivo. Radicalmente real.

Prueba con esta:

Paragüero.


Es una palabra bonita que cada vez se unas menos.

"Dejo el paraguas en el bote ese de al lado de la puerta".
"Claro, señora. Es que eso es un paragüero".