Lectura La peste escarlata

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    La peste escarlata

    El sendero transcurría por donde en otro tiempo había sido terraplén de la vía del ferrocarril, pero hacía muchos años que no pasaba ningún tren por allí. La selva, como una ola verde, había invadido los declives laterales, acabando por coronarlo de árboles y matorrales. Aquella senda, por donde solo se deslizaban las fieras, tenía el ancho de un cuerpo humano. Algún trozo de herrumbre asomando de vez en cuando entre la tierra recordaba la existencia de rieles y traviesas. Un árbol de diez pulgadas de diámetro había crecido entre una junta, levantando el extremo del hierro. La viga, evidentemente sujeta a este por un tornillo había seguido al raíl, dejando un hueco que pronto se había rellenado de arena y hojarasca; y ahora el madero desgajado y carcomido ofrecía un aspecto curioso. A pesar del tiempo transcurrido se advertía que la vía había sido de un solo raíl.

    Por este sendero caminaban un anciano y un muchacho. Andaban despacio, pues el primero, que era muy viejo y de temblorosos movimientos de epiléptico, se apoyaba pesadamente en un bastón. Protegía su cabeza de los rayos del sol con un gorro burdo de piel de cabra bajo el cual asomaba una franja de pelo blanco escaso y sucio. Una visera confeccionada ingeniosamente con una gran hoja le resguardaba los ojos, y por debajo miraba el viejo con sumo cuidado dónde ponía los pies. La barba, que debiera haber sido de blancura nívea, pero que denotaba la misma falta de agua y abandono que el cabello, le cubría hasta casi la cintura como una gran masa enmarañada. Cubría los hombros y el pecho solo con una zamarra estropeadísima de piel de cabra. Los brazos y piernas flacos y marchitos indicaban una edad muy avanzada; por los atezados, por las muchas cicatrices y rasguños de que estaban cubiertos se adivinaba que llevaban largos años expuestos a los elementos.

    El muchacho, que andaba delante moderando el ímpetu de sus músculos para ajustar su paso al del anciano, vestía también una prenda consistente en un trozo deshilachado de piel de oso con un agujero en el centro por el que había pasado la cabeza. No aparentaba más de doce años. Sobre la oreja llevaba con mucha coquetería un rabo de cerdo recién cortado. En una mano sostenía un arco no muy grande y una flecha, de las que traía una aljaba llena colgando a la espalda. Llevaba una correa alrededor del cuello, y colgando de ella una vaina por la que asomaba el mango abollado de un cuchillo de caza. Su piel era del color de la baya y caminaba lentamente con movimientos felinos. Contrastaban notablemente con su cutis atezado sus ojos azules, de un azul profundo pero agudos y penetrantes como puñales y que parecían explorar todo cuanto les rodeaba. Mientras andaba olfateaba las cosas llevando así al cerebro, a través de la nariz dilatada y palpitante, una serie infinita de señales del mundo exterior. El oído estaba también tan adiestrado, que actuaba automáticamente. Sin esfuerzo consciente, en medio de la aparente quietud, percibía los sonidos más sutiles, y no solo los percibía, sino que los distinguía y clasificaba: lo mismo el rozar del viento al deslizarse entre las hojas, que los zumbidos de abejas y mosquitos; el rumor lejano del mar, que llegaba hasta él como un murmullo, y el gruñido del gopher oculto bajo sus pies y cuya madriguera se adivinaba únicamente por un montículo de tierra junto a la entrada.

    De pronto, se alertó poniendo en tensión todos sus sentidos. El oído, la vista y el olfato le habían advertido simultáneamente. Su mano retrocedió hacia el anciano y ambos se detuvieron. Frente a ellos, a un lado de la cima del terraplén, se oyó un crujido, y la mirada del muchacho quedó fija en los matorrales. Entonces apareció ante sus ojos un gran oso pardo que también se detuvo súbitamente a la vista de los hombres. No debió agradarle este encuentro porque los acogió con un largo gruñido. Lentamente puso el muchacho la flecha en el arco y, sin apartar los ojos del oso, con igual lentitud tendió la cuerda. El viejo miraba el peligro por debajo de la hoja verde y permanecía tan quieto como el niño. Se observaron mutuamente durante unos segundos y después, viendo la creciente irritación del oso, el muchacho, con un movimiento de cabeza, indicó al viejo que debía apartarse del camino y bajar al otro lado del terraplén. Él le siguió andando hacia atrás y con el arco siempre tendido y dispuesto. Así permanecieron, hasta que un crujido en el lado opuesto les advirtió que el oso había pasado de largo. Cuando volvieron a caminar, el chico refunfuñó:

    -Un oso muy grande, abuelo.

    El viejo asentía con la cabeza.

    —Cada día hay más —se lamentó con voz débil y apenas perceptible—. ¡Quién hubiese pensado que había de llegar el tiempo en que un hombre correría peligro en el camino de Cliff-House! Cuando yo era pequeño, Edwin, hombres y mujeres y hasta niños solían venir aquí a millares, desde San Francisco, si hacía buen tiempo. Y entonces no había osos. No, señor. Se pagaba dinero por verlos encerrados en jaulas, tan escasos eran.

    —¿Qué es dinero, abuelo?

    Antes de que el viejo pudiese contestar, el muchacho, recordando de pronto, metió triunfante la mano en la bolsa que llevaba debajo de la piel de oso y sacó un dólar de plata, deslucido y abollado. Los ojo del anciano brillaron al acercar a ellos la moneda.

    —No puedo ver —murmuró—. Mira si puedes distinguir la fecha, Edwin.

    El chico se reía.

    —Qué cosas tienes, abuelo, queriendo hacerme creer que estas pequeñas marcas indican algo.

    Mostró el anciano su acostumbrada tristeza al acercar de nuevo la moneda a los ojos.

    —2012 —chilló al fin de un modo grotesco—. Este es el año en que Morgan V fue nombrado presidente de los Estados Unidos por el Consejo de Magnates. Debió de ser una de las últimas monedas que se acuñaron, porque la Peste Escarlata ocurrió en 2013. ¡Señor! ¡Señor! ¡Quién lo hubiera pensado! ¡Solo hace sesenta años, y soy el único superviviente de aquellos tiempos! ¿Dónde la encontraste, Edwin?

    El muchacho, que lo estaba escuchando con esa tolerante curiosidad que se concede a la charla de los pobres de espíritu, respondió rápidamente:

    —Hoo-hoo me la dio. La encontró cerca de San José, cuando cuidaba las cabras, la primavera pasada. Hoo-hoo dijo que era «dinero». ¿Tienes hambre, abuelo?

    El viejo empuñó el bastón con más fuerza y apresuró el paso, con los ojos brillantes de avidez.

    —Espero que Hare-Lip haya encontrado un cangrejo… o dos—murmuró—. Saben bien los cangrejos, sobre todo cuando faltan los dientes y se tienen nietos que quieren a su abuelo y se esfuerzan por cogerle cangrejos. Cuando yo era pequeño…

  2. #2
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    —El conejo es bueno, muy bueno —exclamó el anciano—, pero el cangrejo es un manjar mucho más delicado y sabroso. Cuando yo era pequeño…

    —Lo que yo quiero saber, es por qué llamas al cangrejo «un manjar sabroso y delicado». Cangrejo es cangrejo, ¿verdad? No he oído a nadie que lo llamara cosas tan graciosas.

    Entre los montículos de arena pacían algunas cabras que guardaba un muchacho vestido de pieles, ayudado de un perro con aspecto de lobo, que recordaba vagamente al perro pastor escocés. Junto con el rumor de la resaca se oía sin cesar un profundo rugido que procedía de un grupo de rocas recortadas, situadas a unos cien metros de la costa. Hasta allí se arrastraban enormes caballos marinos para tumbarse al sol o luchar unos con otros.

    En primer término se elevaba el humo de una hoguera que atizaba un muchacho de apariencia salvaje. Acurrucados junto a él había varios perros lobos parecidos al que guardaba las cabras. El viejo aceleró el paso, haciendo profundas aspiraciones según se acercaba al fuego.

    —¡Almejas! —murmuró extasiado—. ¿Y no hay cangrejos, Hoo-hoo? Hijos míos, sois muy buenos con vuestro abuelo.

    Hoo-hoo, que aparentaba la misma edad que Edwin, rezongó:
    —Todos los que quieras, abuelo; cogí cuatro.

    La impaciencia del anciano inspiraba compasión. Sentándose en la arena con toda la rapidez que le permitían sus entumecidas piernas, apartó a tientas una gran almeja del fuego. El calor había separado las valvas, y la carne de color salmón estaba bien cocida. Cogió el bocado entre el pulgar y el índice, y temblando de avidez se lo llevó a la boca. Pero estaba demasiado caliente, y un instante después lo escupía con violencia. El dolor le hizo mascullar algunas palabras y de sus ojos brotaron lágrimas que se deslizaron mejillas abajo.

    Los chicos eran verdaderos salvajes y no conocían sino el humorismo cruel de los bárbaros. Para ellos este incidente era extremadamente gracioso, y estallaron en ruidosas carcajadas. Hoo-hoo bailaba arriba y abajo, mientras Edwin rodaba por tierra alegremente. El muchacho de las cabras llegó corriendo para participar de la fiesta.

    —Deja que se enfríen, Edwin, deja que se enfríen —suplicaba el viejo en medio de su aflicción, sin intentar secarse las lágrimas que seguían manando de sus ojos—. Enfría un cangrejo, Edwin. Ya sabes que a tu abuelo le gustan los cangrejos.

    Las ascuas empezaron a chirriar, debido a las muchas almejas que se abrían derramando su líquido. Había grandes moluscos, cuya longitud variaba entre tres y seis centímetros. Los chicos las apartaban con unos palos, y para que se enfriaran las colocaban sobre grandes tablas acarreadas por el agua.

    Todos empezaron a comer, no usando para ello más que las manos, masticando y sorbiendo ruidosamente. El tercer muchacho, llamado Hare-Lip, puso con disimulo un puñado de arena en la almeja que el abuelo iba a llevarse a la boca, y cuando el extraño aliño estuvo en contacto con las mucosas y encías del anciano, estallaron en una risa estruendosa. Este no se dio cuenta de la broma, tosió y carraspeó hasta que Edwin, compadecido, le alargó una calabaza llena de agua fresca para que se lavara la boca.

    —¿Dónde están los cangrejos, Hoo-hoo? —preguntó Edwin—. Abuelo quiere probarlos.

    —Fue una broma, abuelo. No hay cangrejos. No encontré ni uno.

    Los chicos se divertían enormemente viendo aquellas lágrimas de aflicción senil resbalar por las mejillas del viejo. Después, cautelosamente, Hoo-hoo llenó el caparazón con un cangrejo recién asado. La carne blanca separada de las patas despedía una nubecilla de sabroso olor a humo que cosquilleó el olfato del anciano, quien, extrañado, miró hacia abajo. Inmediatamente su pena se cambió por alegría. Se puso a resoplar y a charlar de tal modo, que al empezar a comer parecía aquello un monótono canto de deleite. De esto hicieron poco caso los chicos, pues estaban acostumbrados a semejante espectáculo. Tampoco se fijaban en las frases y exclamaciones que de vez en cuando pronunciaba relamiéndose, tales como: «¡Mayonesa! ¡Qué rica… mayonesa! ¡Y hace sesenta años que se hizo por última vez! ¡Ni olerla siquiera durante dos generaciones! ¡En aquellos tiempos se servía en todos los restaurantes acompañando a los cangrejos!»

    Cuando ya estuvo harto, suspiró complacido, se limpió las manos en las piernas desnudas, y se quedó contemplando el mar. Con la satisfacción del estómago lleno, empezó a recordar.

    —¡Solo de pensarlo! He visto este mar, en un hermoso domingo, animado con la presencia de hombres, mujeres y niños. Entonces no había osos que pudieran atacarles. Precisamente en estas rocas había un gran restaurante, donde servían todo lo imaginable. San Francisco tenía entonces cuatro millones de habitantes, mientras ahora apenas pueden contarse cuatrocientos en toda la región. En el mar se veían barcos y más barcos saliendo y entrando por la Puerta de Oro. Y en el cielo aeronaves, dirigibles y máquinas volantes que podían recorrer cuatrocientos kilómetros por hora. Así lo exigían los convenios postales con la New York and San Francisco Limited. Hubo incluso un muchacho francés, cuyo nombre no consigo recordar, que logró los quinientos; pero eso era demasiado arriesgado para ciertas personas. Sin embargo, este iba por buen camino y se hubiese salido con la suya a no ser por la Gran Peste. Cuando yo era pequeño vivían aún hombres que se acordaban de la aparición de los primeros aeroplanos, y yo he vivido para ver el último. Hace sesenta años de esto.

    El anciano dejó de hablar, desatendido por los chicos, acostumbrados desde largo tiempo a sus charlas y cuyos vocabularios, además, carecían de la mayor parte de las palabras que aquel usaba. Durante estos soliloquios inconexos, su inglés mejoraba en construcción y fraseología. Pero cuando hablaba con los muchachos, adoptaba completamente sus expresiones sencillas y vulgares.

    —Pero entonces no abundaban los cangrejos —siguió diciendo el anciano—. Había que buscarlos, y constituían una verdadera golosina. Solo se podían comer durante un mes, y ahora los hay en todas las épocas del año. ¡Poder coger todos los que se quiera, durante la pleamar, en la misma playa de Cliff-House!

    Una súbita agitación entre las cabras hizo poner de pie a los muchachos. Los perros se levantaron rápidamente de junto al fuego para reunirse con el compañero que guardaba las cabras, mientras estas, a su vez, salían disparadas hacia donde se hallaban sus protectores humanos. Media docena de siluetas de lobos grises y descarnados se deslizaban entre los montículos de arena, o bien hacían frente a los perros erizados. Edwin disparó una flecha, que no dio en el blanco. Pero Hare-Lip, con una honda como la que David llevaba en el combate contra Goliat, lanzó una piedra que rasgó los aires con un silbido. Cayó justamente en medio de los lobos y les hizo huir a las negras profundidades del bosque de eucaliptos.

    Los muchachos volvieron a tumbarse en la arena riendo, mientras el abuelo suspiraba tristemente. Había comido demasiado, y continuó con las manos cruzadas sobre el vientre, la serie interrumpida de lamentos.

  3. #3
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    —La aviación desapareció como la espuma —murmuró al reanudar su relato—. Eso es… espuma y aviación. Toda la obra del hombre sobre el planeta era igualmente espuma. Había domesticado a los animales útiles, destruido los dañinos y limpiado la tierra de la vegetación silvestre. Después todo esto desapareció y el torrente de vida primitiva volvió a invadirlo todo, borrando su obra… La selva y las malas hierbas inundaron sus campos, las fieras rondaron sus rebaños, y ahora hay lobos en la playa de Cliff-House —le aterró su propio pensamiento—. Donde en otro tiempo se divertían cuatro millones de personas se pasean hoy los lobos, y la salvaje familia de los leones de nuestros históricos escudos de armas se ve obligada a defenderse de los colmillos de los animales de presa. ¡Quién lo había de decir! Y todo por culpa de la peste escarlata.

    El adjetivo hirió el oído de Hare-Lip.

    —Siempre está diciendo lo mismo —advirtió a Edwin—. ¿Qué es «escarlata»?

    —El escarlata del arce me estremece como el grito de la corneja —afirmó el anciano.

    —Es rojo —repuso Edwin contestando a la pregunta—. Tú no lo sabes porque procedes de la tribu de los chóferes, y esos nunca supieron nada, ninguno de ellos. Escarlata es rojo… yo lo sé.

    —Rojo es rojo, ¿verdad? —refunfuñó Hare-Lip—. Entonces, ¿de qué sirve presumir siempre y llamarlo escarlata?

    —Abuelo, ¿por qué dices siempre tantas cosas que nadie sabe? —siguió preguntando—. Escarlata no es nada, pero rojo es rojo. ¿Por qué no dices rojo, entonces?

    —Rojo no es la palabra exacta —fue la respuesta—. La peste era escarlata. Toda la cara y el cuerpo se ponían escarlata en menos de una hora. ¿Lo sabré yo? ¿Acaso no vi bastantes atacados? Y os digo que era escarlata porque… bueno, porque era escarlata. No hay otra palabra.

    —A mí me basta con rojo —murmuró Hare-Lip con rabia—. Mi padre llama rojo al rojo y él debe saberlo bien. Dice que todos murieron de la peste roja.

    —Tu padre es un ser vulgar, descendiente a su vez de otro ser vulgar —replicó el abuelo, excitado—. ¡Como si no conociera yo el origen de los chóferes! Tu abuelo fue un chófer, un criado y sin educación. Trabajaba para otros. Pero tu abuela era de buena raza, solo que los hijos no se le parecen en nada. Dónde los encontré por primera vez, no puedo recordarlo. Quizá pescando en el lago Temescal.

    —¿Qué es «educación»? —preguntó Edwin.

    —Llamar escarlata al rojo —dijo burlonamente Hare-Lip; y después continuó atacando al abuelo—. Mi padre me ha dicho, y esto lo supo por su padre antes de morir, que tu mujer pertenecía a los Santa Rosan y que antes de la peste roja era una «cortasalsas», aunque yo no sé lo que es una «cortasalsas». ¿Puedes decírmelo, Edwin?

    Pero Edwin movió la cabeza negativamente para probar su ignorancia.

    —Es verdad, era sirvienta —confesó el abuelo—. Pero era una mujer estupenda, y tu madre era hija suya. Después de la peste las mujeres andaban muy escasas. Fue la única esposa que pude encontrar a pesar de ser una «cortasalsas», como dice tu padre. Pero no está bien hablar así de nuestros progenitores.

    —La esposa del primer chófer fue una «dama», dice mi padre.

    —¿Qué es una «dama»? —preguntó Hoo-hoo.

    —Una «dama» es la mujer de un chófer —respondió rápidamente Hare-Lip.

    —El primer chófer fue Bill, un ser vulgar, como antes dije —explicó el viejo—, pero su esposa era una dama, una gran dama. Antes de la peste escarlata fue la esposa de Van Warde, presidente de la Junta de Magnates de la Industria y uno de los doce hombres que gobernaban América. Valía un billón, ochocientos millones de dólares… monedas como la que tienes en el bolsillo, Edwin. Y entonces vino la peste escarlata, y su esposa fue la esposa de Bill, el primer chófer. Solía pegarle además. Esto lo vi con mis propios ojos.

    Hoo-hoo, que estaba tumbado boca abajo y escarbando perezosamente la arena con los dedos de los pies, gritó de pronto mirándose primero la uña del pie y luego el pequeño hueco que había cavado. Se le acercaron los otros dos muchachos y empezaron a cavar rápidamente la arena con las manos, hasta que dieron con tres esqueletos ante sus ojos. Dos de ellos eran de adultos y el tercero el de un niño. Se echó el anciano en el suelo y contempló el hallazgo.

    —Víctimas de la peste —anunció—. Así es cómo morían por todas partes durante los últimos días. Esto posiblemente debió ser una familia que huyendo del contagio pereció aquí, en la playa de Cliff-House. Pero… ¿qué estás haciendo, Edwin?

    Preguntó esto horrorizado, mientras veía cómo Edwin, sirviéndose del mango de su cuchillo, arrancaba los dientes de un cráneo.

    —Para ensartarlos —respondió Edwin.

    Los tres muchachos trabajaban afanosamente en lo mismo y ya no se oyeron más que golpes y martillazos entre los que se perdía la charla del abuelo que decía indignado:

    —Sois unos auténticos salvajes. Ya ha vuelto la costumbre de adornarse con dientes humanos. En la siguiente generación se perforará las narices y las orejas para colgarse de ellas objetos de hueso y concha. Sé que el linaje humano está destinado a retroceder más y más en la noche de los tiempos primitivos antes de que vuelva a iniciarse la ascensión sangrienta hacia la civilización. Cuando aumentemos en número y advirtamos la falta de espacio, empezaremos a matarnos unos a otros. Y entonces es de suponer que os colguéis en la cintura escalpelos humanos, lo mismo que tú, Edwin, el más gentil de mis nietos, hiciste con ese asqueroso rabo de cerdo. ¡Tíralo, Edwin; muchacho, tíralo!

    —¡Qué ruido arma el viejo! —dijo Hare-Lip cuando hubieron extraído todos los dientes y empezaron a repartírselos.

    Los gestos de aquellos muchachos eran breves y rudos, y su lenguaje, en los momentos de discusión acalorada sobre el número de dientes que correspondía como lote a cada uno, resultaba una verdadera algarabía. Hablaban con monosílabos, y sus frases rápidas y entrecortadas eran más bien una jerga que una lengua.

    Pero aún se descubría en ellos algún resabio de construcción gramatical y aparecían vestigios de conjugaciones de cierta cultura superior. Hasta el habla del abuelo era tan corrompida, que de transcribirla literalmente sería ininteligible para el lector actual. Pero ya hemos dicho que esto ocurría cuando hablaba con los chicos. Cuando se abstraía en sus soliloquios, sin darse cuenta le llevaban estos al inglés más refinado. Las frases se alargaban y las enunciaba con un ritmo y una facilidad que eran como una reminiscencia del estrado universitario.

    —Cuéntanos algo de la peste roja, abuelo —pidió Hare-Lip cuando el reparto de los dientes se hubo resuelto a satisfacción.

    —La peste escarlata —corrigió Edwin.

    —Pero no emplees esas palabras tan graciosas —prosiguió Hare-Lip—. Habla como es debido, como debe hablar un Santa Rosan. Los otros Santa Rosan no hablan como tú.

  4. #4
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    —En aquel tiempo había mucha, muchísima gente en el mundo. Solamente en San Francisco vivían cuatro millones de personas...

    —¿Qué son millones? —interrumpió Edwin.

    —Como no sabes contar más allá de diez..., te lo explicaré. Levanta las manos. Entre las dos tienes diez dedos. Muy bien. Ahora yo cojo este grano de arena... guárdalo, Hoo-hoo.

    Puso el grano de arena en la mano del muchacho y continuó:

    —Ahora este grano de arena está en lugar de los diez dedos de Edwin. Añado otro grano y otro y otro hasta haber añadido tantos como dedos. tiene Edwin. Esto forma lo que se llama cien. Recordad bien esta palabra, cien. Ahora pongo este guijarro en la mano de Hare-Lip. Está en lugar de diez granos de arena, o diez veces diez dedos, o sea, cien dedos. Pongo diez guijarros y representan mil dedos. Cojo una concha y esta en lugar de diez guijarros, o cien granos de arena, o mil dedos...

    De esta manera, trabajosamente y repitiendo mucho, continuó esforzándose por inculcar en aquellas cabecitas una idea rudimentaria de la numeración. Según iban aumentando las cantidades hacía que los chicos guardaran en las manos las diferentes magnitudes. Para sumas mayores colocaba los símbolos sobre tablas; y cuando se agotaron los símbolos se vio obligado a usar los dientes de los cráneos, que representaron los millones, y los caparazones de los cangrejos, los billones. Y entonces se detuvo, porque los chicos empezaban a dar muestras de cansancio.

    —En San Francisco había cuatro millones de habitantes... cuatro dientes.

    Los ojos de los pequeños recorrieron todo el trayecto, desde los dientes hasta los guijarros y los granos de arena, para llegar, finalmente, a los dedos de Edwin. Y otra vez volviendo por las series de manera ascendente, haciendo un esfuerzo por abarcar cantidades tan inconcebibles.

    —Eso era mucha gente, abuelo —se atrevió a decir Edwin.

    —Como las arenas del mar, como si cada grano de arena fuese un hombre, una mujer o un niño. Sí, hijo mío, toda esa gente vivía aquí en San Francisco. Y alguna que otra vez toda esta gente venía a esta misma playa… más gente que granos de arena hay aquí. San Francisco era una ciudad muy importante. Al otro lado de la bahía, fuera de Point Richmond, donde acampamos el año pasado, en el llano, en las colinas y a lo largo del camino de San Leandro, vivía más gente todavía. San Leandro… una gran ciudad de siete millones de habitantes. Siete dientes… eso es, siete millones.

    De nuevo los ojos de los muchachos corrieron desde los dedos de Edwin hasta los dientes puestos sobre las tablas.

    —El mundo estaba pobladísimo. El censo de 2010 dio ocho billones… ocho caparazones de cangrejo. Sí, ocho billones. No era como hoy. La Humanidad sabía obtener la mayor cantidad posible de alimentos. Y cuanta más comida había más aumentaba la gente. En el año 1800, solo en Europa había ciento sesenta millones. Cien años más tarde… un grano de arena. Hoo-hoo. Cien años más tarde, en 1900, había quinientos millones en Europa… cinco granos de arena, Hoo-hoo, y un diente. Esto explica lo fácil que era obtener los alimentos y cómo aumentaba la gente. Y en el año 2000 había mil quinientos millones de habitantes en Europa. Lo mismo ocurría en el resto del mundo. Ocho caparazones de cangrejo, eso es, ocho billones de seres humanos, vivían sobre la tierra al iniciarse la peste escarlata.

    Yo era muy joven entonces... tenía veintisiete años y vivía al otro lado de la bahía de San Francisco, en Berkeley. ¿Te acuerdas de aquellas grandes casas de piedra, Edwin, cuando bajamos las colinas de Contra Costa? Allí vivía yo. Era profesor de literatura inglesa.

    Muchas de estas cosas eran superiores al entendimiento de los niños, aunque se esforzaban por comprender de una manera vaga aquella historia del pasado.

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